48º FESTIVAL DE CANNES

Invasión del Séptimo de Caballería

Cuatro eminentes actrices abren la fiesta del centenario del cine

Los rostros de cuatro bellas y eminentes actrices -Jeanne Moreau, que preside el jurado, Andie MacDowell, Diane Keaton y Carole Bouquet- se apoderaron anoche de los cegadores focos del palacio de La Croisette. Tras ellas, en los cartelones, quedó en la sombra uno de los perfiles identificadores del siglo del cine: el de los jinetes en fila del Séptimo de Caballería de EE UU, encabezados por una enorme silueta de un poeta irlandés llamado John Ford, que convirtió a este regimiento en una metáfora de libertad. Cannes se olvidó del origen francés del cine y dejó a Ford ser quien es: signo supremo...

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Los rostros de cuatro bellas y eminentes actrices -Jeanne Moreau, que preside el jurado, Andie MacDowell, Diane Keaton y Carole Bouquet- se apoderaron anoche de los cegadores focos del palacio de La Croisette. Tras ellas, en los cartelones, quedó en la sombra uno de los perfiles identificadores del siglo del cine: el de los jinetes en fila del Séptimo de Caballería de EE UU, encabezados por una enorme silueta de un poeta irlandés llamado John Ford, que convirtió a este regimiento en una metáfora de libertad. Cannes se olvidó del origen francés del cine y dejó a Ford ser quien es: signo supremo de los 100 primeros años de este arte.

Minutos después, los fundadores del artilugio, Louis y Auguste Lumiére, acogieron en la enorme y magnífica sala que lleva su nombre la primera película en concurso de este inabarcable acontecimiento cinematográfico, que ha convocado alrededor de 30.000 participantes entre profesionales del cine, del periodismo, de la comunicación y del comercio de películas.Si se añaden a esta cifra de acreditados invitados las correspondientes a los soñadores, los curiosos, los cinéfilos y los fetichistas concentrados en los alrededores del palacio, también llamado bunker, de La Croisette, la población de la ciudad de Cannes se duplica durante los próximos 12 días. Y esto sin contar los, por razones obvias, incontables carteristas, macarras, aspirantes a estrellitas, ligones, chorizos y rateros de acera y de hotel -la policía local dice que son miles, pero no se atreve a precisar cuántos- que confluyen aquí procedentes de la franja mediterránea que abarca desde Montecarlo a Marsella y que obligan al hormiguero de horteras vestido de esmoquin y de modelito prêt-à-porter a caminar a toda prisa, mirando a derecha e izquierda como si estuvieran en una partida de tenis, mientras agarran con las manos los forros de sus billeteras y las ristras de sus collares.

La película inaugural fue francesa y convenció, aunque vista a la sombra de la silueta de John Ford y sus jinetes no es convincente. Se titula La ciudad de los niños perdidos, y es obra, más que de quienes la escribieron y realizaron, Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet -conocidos en España por la singular pero un poco exagerada y sobrevalorada Delicatessen-, del formidable equipo de diseñadores, truquistas y técnicos de fotografía, decorado y laboratorio que la convierten en un auténtico alarde de circo audiovisual. Si el cine de Ford es un torrente de imaginación sin rastro de fantasía, esta Ciudad de los niños perdidos invierte la ecuación sagrada y, en consecuencia, estalla de fantasía sin el menor rastro de imaginación. Como muestra, este botón: si las dos horas de Parque Jurásico dejaron hace un par de años boquiabiertos a millones de ingenuos por contener ocho minutos de rimbombante y afinada truquería de efectos especiales informáticos, este nuevo tinglado audiovisual europeo se desmelena, durante su hora y media en nada menos que 17 minutos de celuloide de la misma estirpe, sólo que más difícil todavía: el lugar del dinosaurio lo ocupa una pulga.

De ahí que estos magos del trucaje numérico, la combinatoria digital y las imágenes de síntesis de emulsiones y soportes hacen exactamente eso: magia, pero no cine.

No obstante, La ciudad de los niños perdidos huele a premio seguro. Totalmente merecido si es de tipo técnico, pero nos tememos que completamente injusto si se le da, como es presumible, una coartada artística a una película donde el arte no sobrepasa nunca el juego de malabares químicos y ópticos de la artesanía de laboratorio.

Desequilibrio

Mientras tanto, la magnífica invasión del Séptimo de Caballería abre paso a otra invasión: la del cine anglosajón. Basta para calibrar su alcance con enunciar los nombres de los cineastas norteamericanos independientes -es sabido que las majors de Hollywood no tienen aquí más puerta de entrada que la de servicio- que han entrado en la sección oficial de Cannes 95: Tim Burton, Gus van Sant, Jim Jarmush, James Ivory, Robert Rodríguez, Barbet Schroeder, Nigel Finch, Todd Haynes y Larry Clark. Si a estos nombres se añaden los de los británicos Ken Loach, Terence Davies, Chris Newby, John Boorman, Christopher Hampton, Nicholas Hytner y Mike Newell, aquí no hay más idioma que el inglés.

Pero como la de Ford y sus jinetes, es ésta una invasión aceptada, democrática y pacífica, que a nadie humilla y de la que nadie hace ascos, pese a que produzca ronchas y pique un poco, a causa de que haya sólo ocho películas del continente europeo, dos del asiático y una del africano, lo que parece un reparto un poco desequilibrado.

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