Elogio del escondido

La pregunta no es vieja, pero ha estado tan dormida los últimos años que cuando ahora despierta parece surgir de nieblas prehistóricas. Los aficionados a indagar lo que no tiene itinerario deductivo trazado, la formulan así, esquinadamente: ¿Para qué sirve la literatura, salvo para nada? No es una paradoja hueca. Contiene un prejuicio escurridizo, no fácil de burlar: ese "para nada" que introduce la idea de gloriosa inutilidad en una de las más tercas dedicaciones de los hombres, desde que dejaron de caminar a cuatro manos y comenzaron a hacer música con sus gruñidos.Se ha hecho mucha teología...

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La pregunta no es vieja, pero ha estado tan dormida los últimos años que cuando ahora despierta parece surgir de nieblas prehistóricas. Los aficionados a indagar lo que no tiene itinerario deductivo trazado, la formulan así, esquinadamente: ¿Para qué sirve la literatura, salvo para nada? No es una paradoja hueca. Contiene un prejuicio escurridizo, no fácil de burlar: ese "para nada" que introduce la idea de gloriosa inutilidad en una de las más tercas dedicaciones de los hombres, desde que dejaron de caminar a cuatro manos y comenzaron a hacer música con sus gruñidos.Se ha hecho mucha teología alrededor de esta tarea inútil, pero últimamente el asunto da un vuelco y la elaboración de arte (además de su lógica objetual: una novela sirve para dar sentido a una repisa, un cuadro para vestir una pared desnuda, una estatua para llenar un rincón vacío y una sinfonía para poblar un silencio solitario) gana en utilidad lo que pierde en tumulto. Y el rito de escribir en forma de pasión inútil cede paso al cálculo de escribir en forma de trastienda de tienda: una mercadería no distinta de un botijo o un condón, consecuencia de la absorción de todo fruto de la inventiva por el invento envolvente del mercado.

Una vez que gobierna el trasiego íntimo de vivir, todo es medido por la medida del mercado. Y la elevación de crear, pasada por su tamiz, se hace flema (impúdica porque disfraza al hielo de llama) de libro de cuentas: un negocio con coartada estética, no ensuciado por la escatología de la ganancia. De ahí que los vientos soplen en la dirección que respiran los fabricantes de arte predigerido -toneladas de rollos de papel que abarcan de Umberto Eco a Michael Chrichton; millones de metros de celuloide previsible que anegan de nada el cine actual-, pese a que en la alquimia del vicio de enlazar imágenes y palabras, lo que esos gigantes utilitarios meten en sus ordenadores son cadáveres de palabras y de imágenes, si se lo compara con un acorde de Pavese o de Gil de Biedina, o con una secuencia de Dreyer, minúsculos goteos de la sangre imaginaria de creadores genuinos que destilan de ella céntimos y no de dólar.

No es del todo negra esta negrura. Hace poco escribió Hans Magnus Enzensberger, que todavía arrea bofetadas a las evidencias: "La poesía es el único producto humano que ha resistido todos los intentos de mercantilización". Y acto seguido esta optimista oración fúnebre: "Y si nos ponemos a pensar en la idiotez rampante del mercado del arte, la conclusión es algo que no hay que deplorar, sino de la que hay que alegrarse: una garantía de la libertad del escritor y un privilegio del que enorgullecerse", lo que leido al trasluz es el mazazo -Camus y Valente lo asestaron así- "Solo hay creación en el exilio"- de que todo acto creador sometido a un mercado es fatalmente no libre y por ello fatalmente no creador.

Que cada cual amortigue la andanada a su manera, porque el asunto es, en cuanto idea navajera, afilado. No es tampoco, una paradoja hueca: toda creación es, si abastece una demanda, un remedo de creación, pues no está a la altura de lo que dice ser. No hay medio de inventar lo inventado, por lo que toda verdadera creación -y no el disfraz de ella que atesta las vitrinas de las librerías, las pantallas de los cines y las galerías de pintura- carece de demanda: nadie pide lo que no existe y crear consiste en hacer lo no hecho, lo inexistente.

De ahí el grotesco contrasentido de la epidemia -ésta si portadora de una paradoja hueca- de arte de encargo que hoy atesta el mercado y, obviamente, nunca es percibido como tal encargo por quienes lo elaboran, que creen crear cuando en realidad fabrican y abastecen: cosa honorable, pero otra cosa. Y de ahí que Peter Handke -que escribe llevado por impulsos sin destino- golpease donde duele cuando hace unos días dijo que Gabriel García Márquez "es idéntico a un conferenciante de Galerías Preciados", lo que es una idea cruel, pero exacta como radiografía envenenada de lo que aquí se busca: el elogio del escondido.

Por ejemplo Francisco Pino, que reunió anteayer en un libro-rincón 70 años de versos rimados "al margen del margen"; o Gottfried Benn, del que Enzensberger rastrea tres décadas de genio poético y la cuenta le sale así de redonda: "Todo lo que ha ganado, hasta el último céntimo, suma 975 marcos". Y dibuja -en intenso negro sobre intenso blanco- la ventana que otra vez comienza a abrir a la luz las mínusculas minorías de los portadores (siempre asombrosamente pocos y prodigiosamente inútiles) del fuego y el juego de la verdadera creación, la genesíaca, la que hace únicamente lo no hecho.

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