Tribuna:TRAVESÍAS

Siglos de diseño

Javier Mariscal ha declarado hace unos días en estas mismas páginas la defunción del más persistente de los espejismos de los años ochenta, el descrédito, la ruina o la simple evaporación de lo que parecía el milagro más moderno de la década, la flor de nuestro renacimiento cultural, el trofeo de los mayores desvelos políticos e intelectuales, el diseño. Después de haber alzado a lo largo de todos estos años con uno de los botines más suculentos que el espectáculo y el comercio del arte podía suministrar a quien tuviera cierto grado de astucia, de sentido de la oportunidad y de propensión para...

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Javier Mariscal ha declarado hace unos días en estas mismas páginas la defunción del más persistente de los espejismos de los años ochenta, el descrédito, la ruina o la simple evaporación de lo que parecía el milagro más moderno de la década, la flor de nuestro renacimiento cultural, el trofeo de los mayores desvelos políticos e intelectuales, el diseño. Después de haber alzado a lo largo de todos estos años con uno de los botines más suculentos que el espectáculo y el comercio del arte podía suministrar a quien tuviera cierto grado de astucia, de sentido de la oportunidad y de propensión para el halago, Javier Mariscal abandona su aire ya algo tardío de atolondramiento juvenil para descubrir que la gran apoteosis del diseño se ha quedado en nada, en desengaño, en camelo y en fraude, cuando no en una sospecha de ridículo. El fin de siglo, que iba a ser un fin de siglo de diseño, se lleva en su riada no sólo a los banqueros de gomina cinematográfica y a los más voraces o más imprudentes saqueadores del Estado, sino, también a los otros héroes de la edad socialista, los diseñadores, cuyo, prestigio y omnipotencia en los años triunfales casi podían equipararse a los que disfrutaban los piratas financieros.No es cierto que la prioridad absoluta de los cargos públicos en aquellos años fuese el cobró de comisiones ilegales o la urgencia de colocar en las superpobladas oficinas a correligionarios y allegados. Lo primero que se hacía al tomar posesión era encargar diseños. Como la administración pública era arcaica, lenta e ineficaz se le aplicaba el remedio urgente de diseñar nuevos logotipos para las dependencias y las concejalías y escudos más modernos para las instituciones. Partiendo de la más pura inexistencia se diseñaban con todo lujo de detalles comunidades autonómas, con sus himnos, sus banderas y sus mapas, y una vez diseñadas se les diseñaban además sus señas de identidad. Por las antesalas de los despachos pululaban ahora, además de los pedigüeños, los arbitristas y los lunáticos de siempre, individuos de aire extraño, de cabeza rapada, de gafas oscuras, de patillas largas, de zapatones negros con hebillas y suela de tocino, que llevaban grandes portafolios, atados por lo común con cintas fluorescentes.

Eran los diseñadores. Lo diseñaban todo, lo mismo impresos burocráticos que retretes. de bares, mesas, lápices, sillas, trípticos, libros, espectáculos, cinturones, cafeteras, atriles para mítines, mítines enteros, plazas públicas, hasta palillos de dientes. Por diseñar diseñaban hasta las propias autoridades, que para estar a la altura de los tiempos cambiaban su torpe aliño indumentario por chaquetas de lino con las hombreras por los codos y pantalones abolsados a cuadros y se afeitaban las barbas, dejándose las patillas muy cortas, casi a la altura de la sien. Las mujeres consagradas a la. política, que al menos hasta finales del 82 conservaban en general el aire austero de la militancia, con melenas lacias, vaqueros y vestidos flojos, se sometieron también a un diseño implacable: se cortaron y tiñeron el pelo, se raparon la nuca y prescindieron, en beneficio de una imagen más audaz, del modelo único de gafas redondas de montura dorada.

Había que tener imagen, de modo que hizo falta abrir gabinetes y departamentos y pagar estudios de imagen, y a quien no la tenía se le notaba mucho que no iba a llegar a nada en la vida, y menos todavía en la Administración. En los edificios públicos, dotados todavía de insalubres honduras de covachuelismo y muebles metálicos de un gris depresivo y franquista, surgían de pronto islas ultramodernas de diseño y se podía viajar sin transición de un despacho de los tiempos de Larra a otro que parecía una dependencia del Centro Pompidou, de los legajos amarillos lacrados y atados con cintas rojas a los esplendores del metacrilato y de los tubos cromados.

Proust definió la vida social como el reino de la nada: en los ochenta el diseño fue el paroxismo de la industria y de la cultura de la nada, del telón pintado, del envoltorio brillante sin nada en su interior. No hacía falta saber nada, ni hacer nada, ni construir de verdad nada sólido, necesario o tangible. Los ricos se hicieron mucho más ricos traficando en nada y los parados y los pobres parecía que lograban vivir del aire. Un país entero facturaba pompas de jabón y envases vacíos, se alimentaba de palabras y humo, modelaba aire de colores, vivía una prosperidad ávida y alucinada, puramente imaginaría, porque sólo existió en los fuegos de artificio de los especuladores y los hipnotizadores. Más que las ideas de las personas importaba su vestuario: más que los cuadros de un pintor se juzgaba su edad o su corte de pelo; la sastrería y la peluquería alcanzaron el rango de las Bellas Artes, al mismo tiempo que los artistas imitaban la palabrería y los amaneramientos de los peluqueros y los sastres; las cosas reales eran borradas o sustituidas por su reflejos; lo que uno fuese o hiciera de verdad carecía de valor si uno no vendía imagen: se vendía la imagen, se cambiaba de imagen, se potenciaba la imagen, se mejoraba, se diseñaba. Fue la edad de oro de las mascotas, de los logotipos y los impostores.

Una de las primeras tareas que se impuso el hoy célebre Luis Roldán fue cambiar la imagen de la Guardia Civil. El mayor mérito de los monigotes y de los artefactos de Javier Mariscal era que parecía que daban en el mundo una imagen más moderna de España. La única ventaja de nuestra quiebra de ahora es que al no haberse edificado nada real sólo se hunden espejismos. La nuestra es también una decadencia de diseño, una ruina limpia, sin derrumbes polvorientos ni dramatismo de escombros. Las civilizaciones más sólidas dejan al desaparecer fragmentos de arquitecturas derribadas y estatuas sin nombre. Lo más tangible que habrá dejado esta década para los arqueólogos del próximo fin de siglo será alguna copia en mármol del muneco Cobi.

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