Tribuna:

Los tranvias utópicos

Abro el periódico en la mañana atareada del lunes, en una acera a punto de ser desbordada por los coches, entre el ruido de los motores, los cláxones y los gritos, y en la esquina de una página encuentro una noticia de cinco o seis líneas que me abre un resquicio de huida en medio del tráfico, un alivio a la vejación permanente de caminar por la ciudad. Leo que en el centro histórico de Estrasburgo se ha prohibido el paso a los coches, y que se acaban de instalar otra vez los tranvías, desterrados de ella, como de tantas otras ciudades europeas, en la fiebre palurda del automovilismo de los an...

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Abro el periódico en la mañana atareada del lunes, en una acera a punto de ser desbordada por los coches, entre el ruido de los motores, los cláxones y los gritos, y en la esquina de una página encuentro una noticia de cinco o seis líneas que me abre un resquicio de huida en medio del tráfico, un alivio a la vejación permanente de caminar por la ciudad. Leo que en el centro histórico de Estrasburgo se ha prohibido el paso a los coches, y que se acaban de instalar otra vez los tranvías, desterrados de ella, como de tantas otras ciudades europeas, en la fiebre palurda del automovilismo de los anos sesenta, cuando a la irracionalidad y a la codicia de los fabricantes de coches y de las compañías petrolíferas se sumó una especie de vanguardia urbanística, que aspiraba a instituir en todas partes un paisaje de autopistas y torres de cemento.De pronto los bulevares, los tranvías, las tramas feculares de las ciudades, en las que se mezclaban los oficios y las vidas, eran obstáculos para el progreso; quien se opusiera a su desaparición incurriría en el peor ridículo, el del sentimentalismo y la nostalgia. Los coches, los bloques de pisos y el asfalto eran adelantos tan indiscutibles como el agua corriente y la televisión. Defender una casa antigua con patio o una acera sombreada de olmos lo reducía a uno a una ignominia costumbrista de tenor de zarzuela, de mantenedor reumático de juegos florales.

A un célebre arquitecto español, tan frenéticamente vanidoso que se le quedan pequeñas las vastas dimensiones de su celebridad, le oí decir con entusiasmo hace unos años que quejarse del dominio del coche era ridículo porque nuestro porvenir urbanístico estaba en Los Ángeles. No sé ahora por qué, porque los trato menos, pero hace unos años a los arquitectos les entusiasmaban las extensiones desérticas de hormigón y los anillos de autopistas de Los Ángeles, y si uno les llevaba la contraria, o sugería con modestia que tal vez no estaría mal que hubiera algún árbol o algún banco en los parques modernos, lo trataban con una actitud condescendiente, casi de piedad, a no ser el arquitecto máximo que mencionaba más arriba, y de cuyo nombre no me acuerdo, el cual directamente emitía el rayo vengador de lord Darth Wader si en el curso de un coloquio alguien del público se atrevía a contradecirle. En una mesa redonda lo vi montar en cólera porque a uno de esos sentimentales que nunca faltan se le ocurrió hacer un elogio de los balcones. Los balcones, según este arquitecto -lástima que siga sin acordarme de su nombre-, carecen por completo de sentido, igual que las ventanas, porque en estos tiempos el espectáculo de la realidad por donde le llega a la gente es por las pantallas de los televisores.

Si hay una lección que puede aprenderse de la experiencia de este siglo es la del peligro escalofriante de obedecer a los expertos: eran los expertos quienes decían que los coches son más prácticos y que el tráfico se vuelve más fluido ampliando el espacio que se les reserva; también eran expertos de la más alta graduación los que teorizaron la conveniencia de despiezar la trama de las ciudades, alejando entre sí los espacios de vivienda y los de trabajo, separando las zonas de ocio de las productivas, a fin de evitar esa confusión tan ordinaria y de teatro chico que pesar de todo aún sobrevive incorregiblemente en algunos barrios de Madrid.

Las utopías urbanísticas han resultado tan devastadoras como las utopías sociales. Cada mañana, al salir a la calle, uno constata no el desánimo moral, sino la pura imposibilidad práctica de vivir en ciudades colapsadas y arrasadas por los coches, desfiguradas por túneles y aparcamientos, despojadas de su belleza y de su habitabilidad por una permanente y zafia invasión de ruido, de humo negro, de chatarra y de cólera, ciudades sin corazón que a la caída de la noche se convierten en guetos o en peligrosas extensiones desiertas por las que nadie se atreve a caminar.

En el fin de siglo las únicas utopías aceptables son las dictadas por la atención irónica y el sentido común: es más razonable y más beneficioso para la salud y para el estado de ánimo andar 15 o 20 minutos o usar un transporte público que verse atrapado en medio de un atasco en el interior de una Máquina de dos toneladas de metal; más útiles y más limpios y prácticos que los coches y los autobuses son los tranvías, y además, ya puestos a decirlo todo, son más bellos, y transitan con la misma elegancia por las ciudades y por la literatura, por las cuestas del barrio alto de Lisboa y por los poemas de Fernando Pessoa, que los llamaba carros eléctricos, por las novelas de Simenon y las avenidas con resplandores de lluvia nocturna de Amberes, donde yo los he visto deslizarse a medianoche con una ingravidez de góndolas.

En el largo noviembre de 1936, los milicianos madrileños iban en tranvía a defender su ciudad de la invasión ultramontana y sarracena de Franco. En las calles de algunas ciudades secundarias de Europa, la caída de la noche trae ruidos de pasos, el rumor rasgado de los neumáticos de las bicicletas, el sonido de los timbres, la trepidación gradual de un tranvía que se acerca sobre los garabatos brillantes de sus raíles. En medio de una ciudad borrada por los coches, en el agobio de la mañana del lunes, esa noticia mínima sobre Estrasburgo me da la medida modesta e improbable de mis ambiciones cívicas: con el permiso de los expertos, tan sólo aspiro a que en el siglo próximo se descubra la modernidad radical de los tranvías eléctricos, de las calles sin coches, de las caminatas tranquilas y los bulevares arbolados.

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