Tribuna:

El 0,7%

Alguno de los grandes materialistas franceses de finales del XVIII, no sé si Helvetius o el barón D'HoIbach, explica que la razón por la que los franceses de su tiempo hablaban tanto del amor (es decir, de la cama) era la de que no podían hablar de política. El razonamiento, que recuerdo de manera muy imprecisa porque se trata de lecturas muy viejas, de un tiempo en el que yo incurría aún de manera inmoderada en ese vicio, era, más o menos, el de que los hombres (las personas, en el lenguaje políticamente correcto) hablan de aquello que les es común; habiendo dejado de ser cosa común la...

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Alguno de los grandes materialistas franceses de finales del XVIII, no sé si Helvetius o el barón D'HoIbach, explica que la razón por la que los franceses de su tiempo hablaban tanto del amor (es decir, de la cama) era la de que no podían hablar de política. El razonamiento, que recuerdo de manera muy imprecisa porque se trata de lecturas muy viejas, de un tiempo en el que yo incurría aún de manera inmoderada en ese vicio, era, más o menos, el de que los hombres (las personas, en el lenguaje políticamente correcto) hablan de aquello que les es común; habiendo dejado de ser cosa común la política, monopolizada por el monarca absoluto y su entorno, sólo les quedaba como gran tema el del sexo.La idea es graciosa y sugerente, susceptible de desarrollos infinitos. Por ejemplo, el del fomento político de otros ámbitos comunes, como el fútbol, para impedir que la atención de los hombres se centre en la política. O el de las consecuencias que para la vida política puede tener la desaparición del sexo como tema de conversación, una vez que, según me dicen, las oportunidades de acoplamiento (posibilidades de ligue, en lenguaje menos crudo) han crecido tanto que no son ya un bien escaso, sino abundante como el aire, cuyo goce está limitado únicamente por nuestra propia capacidad para respirar. Pero se trata también, como es evidente, a una muy considerable simplificación; o de una visión puramente intuitiva de una realidad muy compleja, que la sociología moderna intenta aprehender, con menos gracia y más pedantería, a través de categorías más depuradas.

Una de ella es, me parece, la de "espacio público", o simplemente "lo público", que también puede ser designada mediante el empleo de un polisílabo alemán de los que tanto gustan entre nosotros. Un "espacio" de preocupaciones comunes, un conjunto de temas permanentes de intercomunicación que en parte está ocupado por la política, pero en el que hay cabida también. para la famosa sociedad civil, para lo estrictamente social. Ese es el ámbito en el que se produce la conexión ideal entre sociedad y Estado y, en consecuencia, también el ámbito en el que se politizan cuestiones que a juicio de algunos debieran plantearse sin referencia alguna al poder o, por el contrario, se discuten como si de problemas ajenos a él se tratase, cuestiones que sólo el poder puede resolver o ayudar a solucionar. La relación entre izquierdas y derechas ha sido en este punto muy cambiante. Durante gran parte del siglo XIX, la derecha sostuvo que lo que hoy llamamos "relaciones industriales" era cosa del Estado y que las huelgas debían impedirse, en consecuencia, a cintarazos; en nuestro tiempo, suele ser la izquierda la más empeñada en ampliar el campo de lo político frente a lo puramente social.

Yo no sé, ni me importa, si lo del 0,7% es cosa de izquierdas o de derechas. Lo que si creo necesario, porque se trata de una iniciativa seria y sostenida por gente perfectamente respetable, es, que reflexionemos sobre ello sin pasión y sin frivolidad, es decir, sine ira et studio, y que, para comenzar, intentemos precisar si eso es o debe ser cosa de la sociedad o del Estado.

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Su origen lejano no ayuda gran cosa, porque la recomendación de Naciones Unidas es tan ambigua como la denoMInación misma de esta organización de Estados. Pero, aunque su origen fuera político, sin duda no son políticos sus promotores. ¿Por qué, en consecuencia, pedir al Estado que destine a la ayuda al Tercer Mundo el 0,7% de nuestro producto interior en lugar de pedírselo directamente a la sociedad? No será, seguramente, porque nuestra sociedad tenga gran fe en la capacidad de gestión del Estado, en general, o, en particular, para auxiliar a los pobres de la Tierra; o en la posibilidad de una actuación estatal puramente desinteresada y no contaminada por motivaciones partidistas. La canalización de la admirable generosidad de los españoles a través de las ONG en el caso de Ruanda y las críticas que con frecuencia se dirigen contra las ayudas españolas a países en los que, además de pobreza, hay Gobiernos izquierdistas son buena prueba de ello. Dada esta más que razonable desconfianza, lo lógico sería, en consecuencia, mantener esta iniciativa en el ámbito de lo social y pedir a todos los españoles que aportemos directamente el 0,7% de nuestros ingresos a una confederación de organizaciones no gubernamentales o, simplemente, a la organización de nuestras preferencias.

El hecho de que no se haga así ha de tener razones, y éstas han de ser expuestas y discutidas. Quizá falte confianza en la generosidad espontánea de nuestra sociedad y se piense que sólo a través de los impuestos, es decir, mediante el empleo del poder se puede conseguir que los españoles aflojemos la bolsa en favor de los gravemente desfavorecidos del universo mundo; o tal vez la consideración que se impone es la de que no sería justo que todos contribuyesen a ese 0,7% en proporción a sus propias rentas y que por ello es preferible que su recaudación la haga el Estado con los mismos criterios que aplica al establecer los tributos destinados a la satisfacción de las necesidades nacionales, incrementándolos en esa cuantía; o cabe también, por último, que lo que se pretende no sea sólo que se destine al Tercer Mundo el 0,7%, sino que para financiar esa ayuda se reduzcan en la medida necesaria las cantidades ahora destinadas a otros fines, de manera que no haya necesidad de aumentar los impuestos y de paso se logre aminorar la importancia actual de esos otros sectores de la actividad estatal. Todas estas razones, perfectamente respetables, hacen referencia ya al empleo del poder e introducen la cuestión en el terreno de lo propiamente político, sacándolo del estrictamente social.

Pero porque las razones son respetables hay que sacarlas a la luz y discutirlas. Es la única actitud, creo, a la altura de una iniciativa que es tratada con indignidad cuando se la saluda como un gesto generoso del corazón de unos pobres inocentes que no saben que sólo la libertad de mercado puede hacer ricos a los pobres. 0 como una noble iniciativa puramente social, a la que sólo los políticos aviesos pueden oponerse.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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