Tribuna:

No trivializar Vichy

Entre pasado y presente, la memoria juega a veces malas pasadas a la historia. Mientras Europa, y París en particular, celebraba, el cincuentenario de su liberación del nazismo, los franceses se han enterado de que su presidente desde hace casi 14 años había sido en su juventud militante de la Revolución Nacional del mariscal Pétain y abiertamente partidario del régimen que condujo a su país a, un callejón sin salida. Frente a las revelaciones del escritor e investigador Pierre Péan, François Mitterrand-ha admitido, por primera vez, sus afinidades juveniles; subrayando que para él tenía mucho ...

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Entre pasado y presente, la memoria juega a veces malas pasadas a la historia. Mientras Europa, y París en particular, celebraba, el cincuentenario de su liberación del nazismo, los franceses se han enterado de que su presidente desde hace casi 14 años había sido en su juventud militante de la Revolución Nacional del mariscal Pétain y abiertamente partidario del régimen que condujo a su país a, un callejón sin salida. Frente a las revelaciones del escritor e investigador Pierre Péan, François Mitterrand-ha admitido, por primera vez, sus afinidades juveniles; subrayando que para él tenía mucho más mérito el haber sabido evolucionar desde la derecha nacionalista hasta la izquierda socialista.No se debería reprochar al presidente de la República su pasado y su trayectoria. Su pasado, en principio, porque en absoluto es un caso aislado, e ilustra la compleja naturaleza del petainismo. Lejos de ser en su origen un amasijo de extremistas, Vichy consagró la victoria de la derecha de entreguerras, favorecida por el inmenso prestigio que disfrutaba entonces el mariscal Pétain. De hecho, en lugar de rechazar a quienes sirvieron al nuevo orden, la Francia Librese esforzó en los primeros años en atraer a sus funcionarios y sus militares, ya que muchos de los seguidores de Pétain se convirtieron en auténticos resistentes. Tampoco se debería condenar su trayectoria y, evidentemente, las revelaciones sobre su juventud no pueden anular lo que social y culturalmente ha representado el Mitterrand de la unión de la izquierda, apoya da por la esperanza de cambio y el deseo de alternancia.

No obstante, el debate no está cerrado. Por tres razones. La primera cuestiona a toda una profesión, la nuestra. Durante 50 años, la prensa se ha conformado con la biografía oficial sin buscar más allá. Pero ha quedado establecido que el actual presidente estuvo bastante más comprometido con el régimen de Vichy de lo que se creía, y de forma más activa y permanente. La segunda implica a quienes, sinceros militantes de la izquierda, han entregado al destino y a la aventura de un solo hombre tantos años de su vida. Para éstos, Mitterrand ha disimulado y travestido durante mucho tiempo su itinerario a lo largo de los años treinta y bajo la ocupación alemana. La tercera afecta a todo el país. Una vez convertido en presidente de la República, François Mitterrand conservó una fiel amistad con hombres -o con su entorno- que estuvieron seriamente comprometidos en el colaboracionismo. Entre ellos y en primer lugar, René Bousquet, celoso artífice de la contribución francesa a la solución final. A estas tres razones, que justifican al menos las preguntas, se añade una cuarta: el hecho de que al final de su reinado presidencial Mitterrand haya accedido a asumir públicamente su pasado petainista sin pena ni remordimientos. Hasta el punto de relativizar ante las actuales generaciones el significado de las leyes racistas promulgadas por Vichy a partir de 1940 al declarar a Pierre Péan: "Yo no seguía la legislación de la época ni las medidas adoptadas".

En el sobresaltado y aun inconcluso relato de su pasado, Francia ha vivido varias épocas. La primera, por iniciativa del general De Gaulle, consistió en persuadir a los franceses de que todos ellos habían sido resistentes. La segunda fue el golpe hacia atrás que supuso la película Le chagrin et la pitié (El pesar y la piedad, dirigida por Marcel Opliuls en 1967, en la que se relata la vida en una ciudad de provincias francesa bajo la ocupación alemana y se desmitifica el papel de la resistencia), que intentó convencerles de lo contrario. Ninguna de estas interpretaciones es, desde luego, satisfactoria, como tampoco lo es la que consistiría en reducir Vichy a la redada del Velódromo de Invierno [detención de miles de judíos franceses el 16 de julio de 1942]. Hoy llega una nueva etapa: la de la trivialización. Nos resulta difícil admitir que el jefe del Estado, guardián de la memoria nacional, tome parte en ella.

Así, entre De Gaulle y Mitterrand habrá siempre una frontera. El primero, y con él una minoría de franceses, comprendió enseguida que el destino de la nación pasaba por una victoria contra el nazismo. El segundo, tal vez, intentó antes ganar tiempo, como la mayor parte de los franceses. Tras la Liberación, el antiguo Mitterrand-Morland combatió durante mucho tiempo al antiguo jefe de la Francia Libre. Uno permanecerá como el hombre que salvó el honor del país. El otro, como el que, más adelante, encarnó la esperanza de cambio. Este combate tenía motivaciones políticas evidentes y aceptadas, pero también oscuras raíces: las que acaban de salir a la luz. Y merecen un debate nacional que sobrepase el destino de un solo hombre

Jean-Marie Colombani es director Le Monde.

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