Tribuna:

El porvenir de la ilusión

En las escuelas españolas no enseñan a los niños a hablar entre ellos. En Inglaterra, por ejemplo, no sólo los ponen a debatir desde muy chicos, sino que les obligan a asumir posiciones radicales, enfrentadas acaso con sus propias convicciones, para que aviven el seso desde que usan la inteligencía , y la razón. Aquí se discute más tarde, y quizá por eso se grita tanto.El teatro tampoco se ensencia en las escuelas y ese es un aprendizaje esencial para andar por la vida y por la conversación; ni antes ni ahora, y eso sin duda habrá acelerado el desamor que aquí se siente por ese arte que es met...

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En las escuelas españolas no enseñan a los niños a hablar entre ellos. En Inglaterra, por ejemplo, no sólo los ponen a debatir desde muy chicos, sino que les obligan a asumir posiciones radicales, enfrentadas acaso con sus propias convicciones, para que aviven el seso desde que usan la inteligencía , y la razón. Aquí se discute más tarde, y quizá por eso se grita tanto.El teatro tampoco se ensencia en las escuelas y ese es un aprendizaje esencial para andar por la vida y por la conversación; ni antes ni ahora, y eso sin duda habrá acelerado el desamor que aquí se siente por ese arte que es metáfora viva de la convivencia cotidiana. Cuando se habla de la crisis del teatro y se atribuye a éste el principio: y el fin de su penuria se ignora que esa crisis es también la crisis de la sociedad, que ha elegido la insoportable levedad de la televisión culebrona, por ejemplo, frente a la paciente búsqueda de, la. reflexión que siempre ha supuesto el entramado intelectual del teatro.

Así que la crisis del teatro, cuando se da, es lo que mejor sintetiza la crisis de valores que vive la cultura. Como la crisis la ausencia de pensamiento de análisis, de memoria o de rabia. La cultura apoltronada, burocrática, deja en el desván el teatro, con sus puñales clavados, para que se desangre solo, y rompe así, con su monótono discuido, una de las más ricas posibilidades que tiene la sociedad. de recordarse a sí misma. .Se cercenan, con ese desdén reiterado, vocaciones de jóvenes actores, de nuevos autores dramáticos, y se aliena también la riqueza teatral que en España han atesorado los siglos. A veces surgen mirlos blancos, en esta sociedad ennegrecida, y se consolidan proyectos benéficos, para esa cultura descuidada; en ese ámbito, tres personas que merecen mención, entre otros solitarios: José Carlos Plaza, que ha dirigido hasta ahora la reinvención del Centro Dramático Nacional, apostando por la vanguardia y por el pasado con la inteligencia y la osadía de los visionarios; Adolfo Marsillach, que ha cometido la barbaridad de defender lo clásico en la larga temporada de la desmemoria, y José Luis Gómez, que en silencio casi monástico ha ido creando en una vieja abadía de Madrid lo que será un centro teatral en el que se forme y se consolide el gusto multidisciplinar que crea este arte. De los tres personajes, los dos últimos están felizmente activos; pero el primero está cesante, sonando acaso óperas por Europa y dirigiendo aún -ahora en Argentina- Ella imagina, la obra teatral de Juan José Millás que interpreta Magüi Mira. Pero se acabó su trabajo en el CDN. Llevó allí a Shakespeare y nos redescubrió a Valle, para convertirlo en un best-seller, repuso a Beckett y trajo a Bob Wilson, y creó la ilusión de revivir en el María Guerrero -y en los sitios por donde pasaron sus iniciativas- la pasión por el teatro; ahora está provisionalmente aparcada y, aparentemente, sin definir, el porvenir de esa ilusión como la del Centro de Nuevas Tendencias, que dirigía Guillermo, He ras, otro caído en la batalla reciente del Teatro Nacional, y eso no parece que deba prolongarse como el sopor en verano. . Adolfo Marsillach es, de los tres, el que mantiene intacta la ilusión manchega de los Quijotes, porque a pesar de su. bien asentado escepticismo, sigue dándole a los clásicos el hálito de vida que esta sociedad les niega. Y lo hace, con buen humor y con gallardía, ahora además en Almagro, que es como la reliquia manchega que le queda a la, memoría enflaquecidá del teatro español.

En ese panorama de personas que han dedicado su vida a prolongar la ilusión acosada del teatro, en. este instante, el proyecto de José Luis Gómez de convertir en centro de enseñanza, experimentación teatral y exhibición una vieja abadía. de Madrid. representa la apuesta por el porvenir. Mezcla el personaje secreto de Juan Marsé y de actor, perplejo en una obra de Kafka, este onubense que parece un alemán de voz pausada, está equipado, para la, aventura con instrumentos imprescindibles: la fe y la constancia. Hace unos meses, cuan do la abadía era sólo una ruina interior, hablaba de lo que va a ser como si ya estuvieran allí los alumnos y. los saltibanquis. Cuando uno se imagina así el, porvenir, es seguro que en el futuro se va a cumplir un porcentaje alto de la ilusión. Y la ilusión -y los sueños- es la materia de la que, está hecho, el teatro.

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