Crítica:JAZZ

La broma hecha arte

Bobby McFerrin parece encantado de pasear por el lado soleado de la vida. Nacido de cantantes de música clásica, se diría que aprendió a utilizar la voz para cinchar la operística autoridad paterna y, de paso, ponerle un poquito de humor a cualquier estética afectada de seriedad aguda.Polivalente y multicolor, hábil y ágil, cambiante pero siempre reconocible, la voz del neoyorquino cumple hasta la letra pequeña de la vieja ambición del cantante total. Ante la participativa audiencia de la Muralla Árabe su corazón con metal de trompeta asordinada, se dejó pulsar como si de una cuerda de contrab...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Bobby McFerrin parece encantado de pasear por el lado soleado de la vida. Nacido de cantantes de música clásica, se diría que aprendió a utilizar la voz para cinchar la operística autoridad paterna y, de paso, ponerle un poquito de humor a cualquier estética afectada de seriedad aguda.Polivalente y multicolor, hábil y ágil, cambiante pero siempre reconocible, la voz del neoyorquino cumple hasta la letra pequeña de la vieja ambición del cantante total. Ante la participativa audiencia de la Muralla Árabe su corazón con metal de trompeta asordinada, se dejó pulsar como si de una cuerda de contrabajo se tratara y disfrutó percutiéndose como el parche de un tambor. La garganta privilegiada de McFerrin desempeñó funciones de soprano histriónica y de reposado tenor galán; reprodujo la algarabía del patio de vecinos y la serenidad del bucólico atardecer. Todo de manera muy gráfica, en un auténtico alarde de poder de comunicación.

Bobby McFerrin

Bobby McFerrin (voz), Paul Nagel (piano), Jeff Carney (contrabajo) y Eddie Marshall (batería).Muralla Árabe. Madrid. 6 de julio

Empezó muy bien con I mean you, de Thelonious Monk, y Love's in need of love today, de Stevie Wonder. Su correcto grupo acompañante le apoyó después en un sorprendente ejercicio de jazz libre, quizá no demasiado apropiado para la época estival pero, paradójicamente, bastante más refrescante que los manidos aires brasileños que le siguieron. Como se preveía, lo mejor llegó cuando McFerrin se quedó solo.

Ritmos de raíz africana se fundieron con ecos de escolanía y el Concierto de Aranjuez desembocó en el Spain de Chick Corea, un matrimonio algo tópico. El clásico Seven steps to heaven, ya con el trío de nuevo sobre el escenario, condujo a la recta final de la sesión, dedicada sin ambajes al juego. Se bailó, se cantó y a McFerrin se reclamó para que siguiera la fiesta. No concedió el esperado Don't worry, be happy, pero todo el mundo quedó plenamente satisfecho. A la salida se oían gorgoritos por doquier y no pocas lamentaciones: quien más quien menos echaba de menos unos padres cantantes de ópera que le hubieran despertado el amor por la música y el talento que McFerrin derrocha cuando bromea con ella.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En