Reportaje:

Un jardín animal

Hace 22 años la Casa de Fieras del Retiro dio paso al 'zoo'

Mañana, jueves, el zoo madrileño cumplirá 22 años. El 23 de junio de 1972, el entonces jefe del Estado, Francisco Franco; su esposa, sus dos nietos pequeños y la plana mayor del Gobierno y del Ejército se subieron a un tren jardinera para recorrer las nuevas instalaciones que, a tenor de lo que aseguraba la prensa, eran las mejores de Europa. A pesar del orgullo periodístico por la amplitud del muestrario zoológico -2.200 ejemplares procedentes de los cinco continentes-, la curiosidad del jefe del Estado no parecía muy despierta ese día y, según las crónicas, sólo se dejó cautivar por tres ani...

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Mañana, jueves, el zoo madrileño cumplirá 22 años. El 23 de junio de 1972, el entonces jefe del Estado, Francisco Franco; su esposa, sus dos nietos pequeños y la plana mayor del Gobierno y del Ejército se subieron a un tren jardinera para recorrer las nuevas instalaciones que, a tenor de lo que aseguraba la prensa, eran las mejores de Europa. A pesar del orgullo periodístico por la amplitud del muestrario zoológico -2.200 ejemplares procedentes de los cinco continentes-, la curiosidad del jefe del Estado no parecía muy despierta ese día y, según las crónicas, sólo se dejó cautivar por tres animales: el rinoceronte blanco, el tigre de Bengala y la cabra hispánica.La alegría que produjo la inauguración era lógica, si se repasan las denuncias de los rotativos por las condiciones de la antigua Casa de Fieras, donde, según un cronista, "el índice de fiereza se ha subvertido y ello obedece al hecho de que aún no tiene aquélla punto de contacto alguno con un jardín zoológico, una institución que se preocupa de reproducir las condiciones de vida originarias de los animales -luz, clima; vegetación, etcétera-, logrando que las leonas, y también los gallos, conserven sus virtudes y defectos raciales". "Nuestra Casa de Fieras", aseguraba otro, "ha mejorado mucho. En Soria, y que me perdonen los sorianos, quedaría como una reina. Pero en Madrid...".

La única oportunidad

Sin embargo, esa decrépita e inmensa leonera que era la Casa de Fieras había sido hasta 1969, año en que cerró sus puertas, la única oportunidad para los niños madrileños de ver en vivo los animales que conocían por los libros de texto o los álbumes de cromos. "No se pueden comparar las instalaciones. Aquello eran otros tiempos y además costaba muy poco. Los niños disfrutaban muchísimo", asegura Aureliano Llorente, hoy policía municipal y, desde 1955 hasta entrados los sesenta, cuidador de los ciervos, aves, antílopes y ovejas del viejo zoológico.

La Casa de Fieras había abierto sus puertas al público en 1868, cuando el real sitio del Retiro pasó al pueblo de Madrid. Hasta entonces, tan sólo la realeza había podido disfrutar de la colección de bichos raros que había iniciado el conde duque de Olivares. Cuenta Rosario Mariblanca Caneiro en su libro El Retiro, sus orígenes y todo lo demás, que el Ayuntamiento se mostró reacio en un principio a aceptar entre sus administrados ese regalo que le iba a devorar parte de su presupuesto. Al final, conmovido, decidió estrujarse el ingenio para alimentar a las fieras huérfanas. Además de los ingresos que dejaban en taquilla los mil visiantes mensuales, vendía los huevos de las aves expuestas y, si éstas se reproducían en exceso, las vendían también en subasta pública. Las cuentas no debían salir mal, pues además de dar para la carne, cañamones, trigo o patatas de la dieta animal, permitían gestos de generosidad. "Si la situación económica lo permitía, se regalaban los huevos de las palomas a los niños de San Ildefonso".

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Entre todos los animales que desfilaron por las jaulas del Retiro, los elefantes fueron los que monopolizaron la atención de los niños. En el siglo XIX, Pizarro, un paquidermo de Ceilán, llegó al Retiro procedente de los cercanos Campos Elíseos para asombrar a la concurrencia descorchando botellas con su trompa, hasta que un día, harto de abrir y no catar, Pizarro rompió sus cadenas y acabó con las existencias alcohólicas del restaurante cercano. Entre eses enfiló la calle de Alcalá y concluyó el festín en el Horno de San José, donde sus cuidadores lograron devolverle al cautiverio.

Menos juerguista pero igual de hábil era Perico, el elefante que hacía las delicias infantiles en la década de los sesenta. "Le habían enseñado recoger con la trompa las moneas que tiraban los chavales y a dárselas a su cuidador. Eran monedas de 5 y 10 céntimos, porque pesetas se veían pocas", recuerda Aureliano, quien, sin embargo, resta mérito a estas gracias, poco espontáneas y sí muy interesadas. "No se crea que lo hacía porque sí. Lo hacía porque el domador le daba luego una chuchería. Era como el niño que para que te dé un beso tienes que darle un caramelo". Quizá Perico estuviera dolido al ver el poco aprecio que despertaba entre los periodistas. Habilidades aparté, Aureliano duda todavía hoy de la afectividad de las fieras. "No te podías encariñar mucho con ellas, porque en cuanto te descuidabas te daban la patada. Al final les decías: yo os atiendo, os alimento y allá os las apañéis". Y como prueba enseña la cicatriz que le dejó un tití en el meñique izquierdo al darle de comer, y revive con cierto horror el día de 1961 en que a un compañero le arrancó el brazo un león. Y eso que para él el animal más fiero no era el rey de la selva, sino la hiena, de cuyo nombre prefiere no acordarse.

Todos los inquilinos de la Casa de Fieras estaban bautizados. Lorenzo era el hipopótamo; Susi, la hipopótama; Kandisa, la leona; Chata, la osa parda; Chita y Dominga, dos de las monas; Tibu, la elefanta, o Rodolfo, el guacamayo rojo. El padrino de esta fauna fue Constantino Delgado, un capataz que entró en 1926 y se jubiló a finales de los sesenta. La fama de Constantino, hoy ya fallecido, era tal que "los animales", aseguraba un periodista, "le llaman por su nombre. ¡Costa!, ¡Costa!". A quien se refería en realidad era a Rodolfo, el guacamayo, "un insolente y cargante que se ha aprendido mi nombre y no me deja en paz", contaba el capataz, cuyo indiscutible liderazgo le permitía algunas bravuconadas.

A Aureliano se le multiplicaba el trabajo, porque no sólo los animales hacían trastadas. "Si faltaban los cacahuetes, los niños echaban a los monos los frutos de los castaños de Indias, que no son comestibles, y se agarraban buenas diarreas". Otras veces, las dádivas eran menos generosas. "Gamberros los ha habido siempre", asegura Aureliano. "Algunos les tiraban chinas, piedras o lo que encontraban". Entonces llegaba la riña y la multa. "Se reñía mucho y se multaba menos. Eran de poco dinero, 5 o 10 duros, pero al menos se iban con un escarmiento".

Al final, las fieras encontraron una guarida mejor. "Una amplia, cómoda e higiénica habitación conseguida sin instancias, gestiones, recomendaciones y preocupaciones", comentaba un periodista.

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