Tribuna:

Fiestas normandas

Las conmemoraciones no suelen arribar en los momentos más oportunos. Para el recientemente fallecido Honecker, el 40º aniversario de su supuestamente flamante Estado obrero y campesino alemán fue el detonante del final de su régimen. También para el Partido Comunista de Checoslovaquia fue el aniversario de la autoinmolación del estudiante Jan Palach el detonante de su caída. En un sinfín de ocasiones, el aniversario de una fecha ha provocado acontecimientos tan memorables o más que los que se recordaban.Ahora, Occidente se apresta a celebrar el 500 aniversario de una de las grandes gestas de l...

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Las conmemoraciones no suelen arribar en los momentos más oportunos. Para el recientemente fallecido Honecker, el 40º aniversario de su supuestamente flamante Estado obrero y campesino alemán fue el detonante del final de su régimen. También para el Partido Comunista de Checoslovaquia fue el aniversario de la autoinmolación del estudiante Jan Palach el detonante de su caída. En un sinfín de ocasiones, el aniversario de una fecha ha provocado acontecimientos tan memorables o más que los que se recordaban.Ahora, Occidente se apresta a celebrar el 500 aniversario de una de las grandes gestas de la era contemporánea, el desembarco en Normandía. El 6 de junio de 1944 la Operación Overlord abrió la gran ofensiva final de los aliados contra el nazismo en Europa occidental. Fue a un tiempo el asalto final contra la barbarie del III Reich y el comienzo de una carrera contrarreloj para impedir que el rodillo militar del Ejército Rojo que aplastaba a los alemanes en el frente oriental conquistara toda Alemania y llegara al Atlántico. Las democracias occidentales ya sabían que el Ejército del Tío Joe -como llamaba Roosevelt a Stalin- iba a ser difícil de desalojar de los territorios que ocupara en su ofensiva triunfal.

Fue, por tanto, el desembarco en Normandía una magna operación de las democracias en defensa de sus valores fundamentales. Participaron en el mismo gentes de muchas naciones además de norteamericanos, británicos y canadienses. Había polacos y franceses, neozelandeses y españoles. Desde tierra colaboraron franceses, belgas, holandeses y no pocos alemanes. Otros muchos ansiaron su éxito para que la invasión acabara con la pesadilla del hitlerismo. Hoy, medio siglo después, hubiera sido por ello fácil hacer de las fiestas comnemorativas del 6-D un gran acto de reafirmación de la supranacionalidad de los valores democráticos y derechos humanos que movieron a aquella inmensa flota de buques y aviones y por los que tantos jóvenes murieron en las playas y dehesas normandas.

Sin embargo, no es esto lo que sucederá el lunes en las playas y cementerios de Normandía. No son los miembros de la Alianza Atlántica (OTAN), ni los de la Unión Europea (UE) ni los de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) -esos tres organismos internacionales que abogan por esa supranacionalidad de los principios de la democracia occidental- los protagonistas de los actos conmemorativos. Son de nuevo los Estados nacionales, y sólo aquellos que se consideran vencedores principales en aquella batalla, los invitados a la fiesta. Se celebran estos días en Normandía viejas alianzas de guerra y se olvidan las alianzas multilaterales de la larga paz y de la prolongada y efectiva defensa de los valores comunes que comenzó con la derrota del nazismo. Los mismos que entonan cantos a las excelencias de la multilateralidad han organizado un festejo en honor del Estado nacional que creíamos a punto de superar. A los alemanes ni agua ese día, para que recuerden que fueron nazis y los rusos lejos porque ya estaban asaltando Europa oriental. Países como ante todo Polonia o en el último año de la guerra Rumania, que tuvieron enormes perdidas humanas en la contienda, son prácticamente ignorados en favor de la Disneylandia bélica. Se reactivan culpabilidades pasadas y se les confiere un carácter colectivo y nacional.

No parece una sabia decisión. No es desde luego la fórmula de frenar este mismo proceso de introspección nacional en Alemania y otros países. No es la forma en que Mitterrand pueda compensar sus fracasos de valoración de la escena internacional desde la caída del muro de Berlín, ni en la que Major enmiende la crónica debilidad de su capacidad política. Tampoco Clinton va a entusiasmar a los norteamericanos así para un compromiso de solidaridad con todas las democracias europeas y paliar las propias tendencias al aislacionismo. Y, sobre todo, no es la forma de celebrar un proyecto común de futuro y de seguridad colectiva, sino un método seguro para abrir viejas heridas y retomar al juego de las alianzas bilaterales o triangulares, a las ententes grandes, medianas o pequeñas. La multinacionalidad tan celebrada durante la pasada década, que parecía hace tan sólo unos años una certeza para el futuro, se pierde cada vez más en el pasado.

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