Tribuna:

Elogio de las ratas

El mismo día que anunciaron la de Ionesco -genial rata que un día, de. la posguerra mundial comenzó a roer las tarimas de los escenarios convencionales e hizo serrín con sus tablones- los periódicos dijeron que el teatro se muere: magnífica mala noticia, porque los cementerios de la cultura están llenos de tumbas del teatro, pues éste ha muerto tantas veces como ha resucitado, lo que convierte a sus actas de defunción en partidas de nacimiento. La vida de esta secular práctica humana ha echado raíces en sus estados agónicos, de modo que sólo de su derrumbe extrae el futuro -que en él siempre p...

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El mismo día que anunciaron la de Ionesco -genial rata que un día, de. la posguerra mundial comenzó a roer las tarimas de los escenarios convencionales e hizo serrín con sus tablones- los periódicos dijeron que el teatro se muere: magnífica mala noticia, porque los cementerios de la cultura están llenos de tumbas del teatro, pues éste ha muerto tantas veces como ha resucitado, lo que convierte a sus actas de defunción en partidas de nacimiento. La vida de esta secular práctica humana ha echado raíces en sus estados agónicos, de modo que sólo de su derrumbe extrae el futuro -que en él siempre procede del pasado- vigor.Disculpen la autocita, pero es que arde. Si bajamos a nuestro subsuelo, vemos que la España democrática no ha engendrado un teatro propio y que por tanto mal puede morir lo que no ha llegado a nacer. Los pocos signos de distinción que aparecieron en ella durante los últimos años proceden no de la escena, sino de la calle considerada como foco de contagio de la escena. Si en otros cauces de la indignación y la cólera la España democrática cruzó fronteras, su. teatro en cambio. quedó inmóvil en el lado de allá de la línea divisoria. El de ahora no es mejor ni peor que el de antes: es el mismo, y en eso consiste su nueva muerte.

Como su nueva resurrección consistirá en su retorno al reverso del actual letargo. Hay síntomas de que esto ocurre, de que el círculo del absurdo se cierra: la evidencia de su caída se hace indicio de que el teatro se yergue. Desde hace más de una década padecemos una peste estomagante de teatro alimenticio, mientras el teatro generador de hambre -único que importa-, que en los años de declive de la dictadura emergió de la imaginación sublevada, fue devorado por los negociantes y los gendarmes de la cultura, que hicieron del tigre un gato. Pero cuando la escena pierde conexión con el zarpazo acaba por perderla también con la necesidad; y el teatro, cuando no es necesario, sobra. El cine, el deporte o el concierto merecen un lugar propio en las ceremonias colectivas superfluas; pero el teatro no.

En el ocaso del franquismo, las ratas de la escena alternativa se fugaron de las alcantarillas, salieron a la intemperie y en ella aprendieron a extraer plenitud de la carencia y a sembrar malestar en la invasora ideología del bienestar. Más tarde, la democracia les proporcionó edredones y cobijó sus aguijones bajo- la tibieza. Pero ahora nuevas ratas comienzan a roer las tarimas y a ocupar el hueco que las instaladas en la casa dejaron en las aceras. Y de que emerjan depende que el teatro deje en España de ser una rutina institucional inocua, ocupe enfurruñado las cunetas y desde ellas apedree las barrigas de los nuevos amos de la calzada. Porque, cuando está viva, la escena es un ámbito bárbaro, que sabe mejor que ninguna otra actividad humana combatir la barbarie.

Se apaga, porque se ha apoderado de él la vocación de pieza de museo, el fuego del teatro convencional, mientras se enciende la necesidad de que le surja la réplica de otro teatro. Esto ya ocurre: basta con asomarse a la letra peque ña de las carteleras de cualquier ciudad para descubrir un sarpullido de nombres y títulos desconocidos que ofrecen, a cuerpo limpio, balbuceos escénicos entre los que se distingue de vez en cuando el susurro del zarpazo del tigre, que es la voz indispensable del teatro por aprender y no la innecesaria del sabido de memoria.

Dijo Bertolt Brecht que la conciencia de vivir tiempos oscuros es la concavidad mental donde anida la necesidad de hacer teatro. Esos tiempos oscuros otra vez invaden Europa, y piden, porque lo necesitan, teatro: convertir un escenario en grieta capaz de desvelar la trampa sojuzgadora de esa ideología del bienestar, en la medida que ésta acentúa la secular escisión entre poesía e historia, que es la quiebra de que se alimenta la ceremonia colectiva que llamamos tragedia, palabra que convoca automáticamente la idea de teatro en estado de pureza. Lo sombrío que vivimos y lo más sombrío que se nos avecina busca -y acabará articulando- auténticas respuestas escénicas, ese otro teatro que asoma el hocico y que, aunque todavía no se oye, su silencio es de los que preludian el estruendo.

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