Crítica:

El objeto y su sombra

Casi cinco años separan esta soberbia muestra de la anterior individual presentada por Carmen Calvo en Madrid. De hecho, una peculiar intermitencia ha marcado, a lo largo del tiempo, las relaciones entre la gran artista valenciana y el panorama madrileño, pues otros ocho años distanciaron también sus dos impactantes personales del final de los ochenta de aquellas otras dos que, en la segunda mitad de los setenta, situaron su trabajo entre las apuestas más interesantes que emergían en el seno de su generación. En ese sentido, aun cuando la contundencia de cada una de esas exposiciones ha consol...

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Casi cinco años separan esta soberbia muestra de la anterior individual presentada por Carmen Calvo en Madrid. De hecho, una peculiar intermitencia ha marcado, a lo largo del tiempo, las relaciones entre la gran artista valenciana y el panorama madrileño, pues otros ocho años distanciaron también sus dos impactantes personales del final de los ochenta de aquellas otras dos que, en la segunda mitad de los setenta, situaron su trabajo entre las apuestas más interesantes que emergían en el seno de su generación. En ese sentido, aun cuando la contundencia de cada una de esas exposiciones ha consolidado sobradamente el prestigio de Carmen Calvo, su discontinuidad puede haberle resultado, en parte, engañosa al aficionado madrileño. La recurrencia de ciertos rasgos esenciales a lo largo de su evolución -las referencias a la escritura y el paisaje, la reordenación de elementos objetuales ligados a la práctica de la pintura- pueden haber sedimentado una cierta sensación de uniformidad engañosa en el desarrollo de un proceso que, como bien nos han revelado en esta década las dos revisiones valencianas del Carme y la Sala Parpalló, constituye una aventura poética de singular y compleja intensidad.En esta excelente exposición, que se cuenta sin duda en tre las más sólidas y emocionantes que le recuerdo a la artista valenciana, Carmen Calvo nos ofrece una acertada visión de síntesis de la situación de su trabajo en los noventa. En ella se equilibran aquellas piezas que definen la evolución reciente de su meditación en torno a la estirpe de la pintura con las mesas y urnas que marcaron la irrupción de un mayor énfasis en lo objetual, o esos proyectos que desplazan hacia una escala más ambiciosa el juego de los objetos, y que nos ofrecen aquí un trabajo ya histórico, como la instalación Recopilación, que culminaba su retrospectiva del IVAM, o una de esas estante rías que abren un eco, desde la intimidad del estudio, del curso que conduce de lo privado a lo público.

Carmen Calvo

Galería Gamarra y Garrigues. Doctor Fourquet, 10. Madrid. Hasta el 31 de mayo.

Diálogos

Dos obras que abren y cierran, de hecho, el itinerario visual de la exposición definen también entre sí un diálogo imaginario, que nos ofrece una esclarecedora metáfora de la aparente dualidad emocional desde la que Carmen Calvo construye su poética en torno a la frágil ambivalencia del orden del lenguaje. Como en estado de gracia, La sombra de la noche nos remite a un modelo ejemplar de austera y exquisita contención, donde las resonancias románticas impregnan de una temporalidad idealizada esa delicada meditación sobre el objeto, donde la memoria se concibe como percepción de una ausencia, como una huella o como una sombra que testimonian la distancia irreductible que separa la naturaleza íntima de lo real de la red que busca atraparla en su expresión.La pieza que concluye el recorrido de la muestra se sitúa, en apariencia, en un registro de naturaleza radicalmente distinta que, pudorosamente, el trabajo de Carmen Calvo no ha rozado sino en muy contadas ocasiones y, desde luego, nunca en forma tan inmoderada. Compuesta a partir de rastros literalmente biográficos, esta pieza se abre a la desgarrada impudicia de los afectos más fuertes y ciertos, a una visión mordaz y. entrañable del flujo del deseo y de la vida.

Pero bajo la tensión, aparentemente extrema, que genera su encuentro, intuimos una secreta afinidad entre ambas obras, al adivinarlas como reflejo de una misma sensibilidad pasional, necesariamente turbulenta, una fuerza generosa y entrañable, en la que resultan formas de lo mismo, la compulsión con que se vuelca en la existencia, el amor por los procesos materiales y esa intensidad, sesgada de melancolía, con que persigue desde la materia inerte y el lenguaje instrumental el rastro fugaz de una visión que se sabe inalcanzable, y tan sólo formulable como sombra, en el azaroso orden de una invocación construida por fragmentos.

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