Crítica:

Indiana Schindler

A lo largo de las tres horas de La lista de Schindler se descubren de vez en cuando fragmentos de otra película que no llegó a existir y que, sin duda, habría sido magnífica si no hubiera sido también imposible. Dentro de las películas, igual que en las novelas y en los cuadros, hay siempre borradores o indicios de otras obras que no llegaron a cuajar, huellas borrosas de caminos que se emprendieron y se abandonaron, pero que no se han desvanecido por completo. Al principio, en sus primeras páginas, una novela es una promesa absoluta de libertad, pero a medida que se va escribiendo sus ...

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A lo largo de las tres horas de La lista de Schindler se descubren de vez en cuando fragmentos de otra película que no llegó a existir y que, sin duda, habría sido magnífica si no hubiera sido también imposible. Dentro de las películas, igual que en las novelas y en los cuadros, hay siempre borradores o indicios de otras obras que no llegaron a cuajar, huellas borrosas de caminos que se emprendieron y se abandonaron, pero que no se han desvanecido por completo. Al principio, en sus primeras páginas, una novela es una promesa absoluta de libertad, pero a medida que se va escribiendo sus direcciones posibles, que parecían tan inagotables, se ciñen a una forma única, de manera que el alivio y la plenitud final tienen casi siempre un reverso resignación. En la incertidumbre de borradores, en tanteos más o menos a ciegas, hay una excitación de escubrimiento que desde luego sería estéril sin las habilidades del oficio: las mejores novelas seguramente son aquellas en las que perdura la intuición de azar y de búsqueda que animaba a su autor mientras la inventaba y en las que el lector lee como si estuviera escribiendo, con el mismo sentimiento de fluidez y de hallazgo como si delante de él se desplegaran todas las posibilidades entre las que dudó o se perdió el novelista.Dentro de una mala novela o de una novela equivocada nos sorprenden fragmentos de otra novela mejor que no llegó a ser escrita: nos gustan sobre todo las novelas y las películas que cumplen las expectativas que ellas mismas han levantado en nosotros, bien porque el camino elegido se revela el másacertado y el más fértil, bien porque nos parece que se han resumido en ellas todos los caminos posibles. Cada novela contiene también vanas novelas invisibles, que el lector completa en su imaginación: saltándose una página, volviendo varias veces a otra, abandonando el libro a la mitad, el lector lo escribe a su modo y para si mismo.

Cerrando un rato los ojos, desprendiéndose emocionalmente de la película a través de la ironía, durmiéndose, marchándose del cine, el espectador elige en ella los fragmentos de otra. Antes de los tiempos del vídeo, el olvido se encargaba de completar esa tarea, y la memoria de cada aficionado era una filmoteca imaginaria de la que se borraban automáticamente las malas películas y en la que las buenas eran despojadas de sus escenas mediocres, dejando sólo en el recuerdo el esplendor de su maestría.

Según William James, el trabajo más importante de la memoria es el de olvidar. El del aficionado a la literatura consiste en ocasiones en no seguir leyendo, y en distraerse o en no abrir los ojos, el del aficionado al cine. En La lista de Schindler, yo cerraba con frecuencia los míos, o miraba al techo de la sala o a las cabezas erguidas a mi alrededor en la penumbra en blanco y negro. Veía a veces una película en la que se retrataba la alucinante normalidad del horror, las minucias administrativas del exterminio: veía que la monstruosidad del fascismo no sólo se cumplía en los desfiles de botas militares y camisas pardas y en el apocalipsis de las ciudades y de las multitudes aniquiladas, sino también en la calma tediosa de las oficinas donde se mecanografían listas neutras de nombres o se rellenan impresos y donde un sello de caucho entintado cuidadosamente en una almohadilla puede ser tan letal como un disparo, como una patada.

En las mejores escenas de la La lista de Schindler, el genocidio es un desasosiego de funcionarios agobiados, de oficinistas militares que cuentan y clasifican y ordenan relaciones interminables de nombres triplicadas o cuadruplicadas en papel carbón, y el ruido de las máquinas de escribir da tanto miedo. como el de los disparos de las armas automáticas. Una cuadrilla de psicópatas y de alucinados no basta para establecer el infierno sobre el mundo y exterminar en pocos años a varios millones de seres humanos: hacen falta, además, funcionarios modestos y cumplidores, técnicos capacitados, administradores con talento, empresarios con ganas de prosperar, fábricas de productos químicos dotados de la mejor tecnología, ferrocarriles puntuales, proveedores de comida rápida a escala industrial, médicos, etcétera.

La ventaja de esa película era que mostraba el espanto de una manera indirecta, dado que mirarlo de frente no está al alcance del cine, o al menos del cine de ficción: un soldado imprimiendo bruscamente un sello en una hoja oficial nos sugiere todo el terror del destino, pero si vemos a una muchedumbre de extras corriendo desnudos por la nieve cenagosa de un campo de concentración no podemos creer en lo que estamos viendo, por el simple motivo de que hemos visto esas mismas escenas en los documentales y en las fotografías y sabemos de sobra que su grado de horror no puede ser imitado, incluso que no debe ser imitado, por respeto a la verdad y a las víctimas y porque es posible que hasta la mejor imitación trivialice la integridad del dolor. Este último razonamiento sobre la película no me pertenece: lo han formulado judíos supervivientes de los campos de exterminio.

Conforme pasan las horas de la proyección se va viendo que de las diversas películas que cabían en La lista de Schindler terminará por prevalecer aquella en la que se alíen los recientes fervores religiosos de Steven Spielberg con las proezas de Indiana Jones, tamizadas aquí por el ejemplo de las películas de santos: el Oskar Schindler de Spielberg es el Gary Cooper que lideraba a los cejijuntos. y emboinados españoles de Por quién doblan las campanas y el pecador libertino que se convierte y dedica a los demás una vida de expiación. El nazismo no es una enfermedad moral inoculada en millones de personas perfectamente normales, sino un individuo perturbado con ademanes de asesino, múltiple norteamericano que al final recibe su merecido. Yo siempre sospeché que a Steven Spielberg le habría gustado ser Cecil B. de Mille: la montaña a la que ascienden los héroes de Encuentros en la tercera fase es el Sinaí de cartón piedra del que trajo Charlton Heston las tablas de la ley. La lista de Schindler, en la que hay dispersos tantos episodios de una película magistral e imposible, acaba siendo en realidad Los diez mandamientos.

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