Tribuna:

Último eco de una batalla

No hace mucho tiempo que en Moscú, para un viajero desprevenido o de los que se atreve a buscarse la vida por su cuenta en una ciudad donde esto era -y segun cuentan sigue siendo- un gesto algo aventuero, conseguir una entrada para ver un espectáculo del teatro Taganka resultaba poco menos que imposible. sesión tras sesión, la célebre sala se atestaba de turistas, de invitados oficiales y de rusos que se situaban frente al escenario con esa su peculiar manera de asistir al teatro mitad como se asiste a una feria y mitad como se participa en un oficio religioso, oscilando entre la bulla verbene...

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No hace mucho tiempo que en Moscú, para un viajero desprevenido o de los que se atreve a buscarse la vida por su cuenta en una ciudad donde esto era -y segun cuentan sigue siendo- un gesto algo aventuero, conseguir una entrada para ver un espectáculo del teatro Taganka resultaba poco menos que imposible. sesión tras sesión, la célebre sala se atestaba de turistas, de invitados oficiales y de rusos que se situaban frente al escenario con esa su peculiar manera de asistir al teatro mitad como se asiste a una feria y mitad como se participa en un oficio religioso, oscilando entre la bulla verbenera y unos repentinos silencios tan inesperados e intensos que parecen casi audibles.En Rusia se sabe ver teatro. Pese a la domesticación de la escena por el estalinismo desde los años treinta, en Moscú el teatro todavía hervía hasta hace muy poco. Algo debió quedarse pegado en la memoria de la gente de las convulsiones de las vanguardias teatrales de los años veinte, antes de que los burócratas de Stalin las aplacaran, las callaran, como callaron a todo. A casi todo, porque uno de los escasos nidos donde sobrevivían ecos de aquel formidable esfuerzo fundacional -que protagonizaron la pléyade de teatreros que capitaneaban Vsevolod Meyerhold, -Nernírovich Danchenko, Constantin Stanislasvki, VIadimir Maiakovski, Serguel Eisenstein, entre tantos otros- era el teatro de la plaza Taganka, que ahora se cierra de pronto, entre el vacío de las espaldas de la gente y los pleitos mutuos de sus viejos animadores.

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Un genio escurridizo

Por debajo de la bota estalinista, en la Taganka seguía haciendose teatro libre, libérrimo incluso, gracias sobre todo al genio escurridizo de Lubímov, que se las arreglaba para filtrar el veneno de la libertad entre las garras de la brutal censura soviética. De ahí provenía la dificultad de entrar en aquel santuario, de encontrar un acomodo en aquella fiesta, ahora aguada por el caos de la democracia rusa. Y había que volver a Occidente para, en alguna de sus giras por aquí, poder asistir a algún espectáculo suyo. Y así parece que seguirá ocurriendo: cerradas sus puertas, la Taganka busca casa fuera de la suya propia.

El trágico éxodo ruso, aunque no ha hecho más que comenzar, está ya llegando a las fronteras de la locura. Que los arañas y el polvo se adueñen de las tarimas de la Taganka es como quemar los negativos de los filmes de Charles Chaplin o declarar al museo del Prado territorio militar. Porque, cuando una puerta de esta rara especie se cierra, cada día que pasa cerrada es más dificil, y al menor descuido finalmente imposible, volverla a abrir alguna vez. Y algo inmortal muere sin remedio entonces.

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