Crítica:JAZZ - DAVID SANBORN

La limitación como ventaja

Rara vez se tiene la ocasión de describir con precisión las virtudes que llevan al éxito a un artista. El retrato robot de David Sanborn se corresponde con el del músico de moderada estatura técnica, pero de complexión expresiva robusta, sincera y plena de carácter. El saxofonista no ha nacido para discutir sobre grandes cuestiones musicales ni para revolucionar estilo alguno; recorre un camino abierto por otros y no parece dispuesto a dar un paso de más. El histórico Bud Freeman, uno de los mejores saxofonistas de toda la historia del jazz, daba en el clavo cuando, en una prueba a ciegas, ase...

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Rara vez se tiene la ocasión de describir con precisión las virtudes que llevan al éxito a un artista. El retrato robot de David Sanborn se corresponde con el del músico de moderada estatura técnica, pero de complexión expresiva robusta, sincera y plena de carácter. El saxofonista no ha nacido para discutir sobre grandes cuestiones musicales ni para revolucionar estilo alguno; recorre un camino abierto por otros y no parece dispuesto a dar un paso de más. El histórico Bud Freeman, uno de los mejores saxofonistas de toda la historia del jazz, daba en el clavo cuando, en una prueba a ciegas, aseguraba que adoraba la música de Sanborn, pero no por el propio Sanborn, evidentemente, sino por la bailable trama rítmica que le arropaba.Sanborn sabe que su fuerza merma de manera alarmante cuando no se sitúa por delante de una sección rítmica experta en sentar las bases de ese tipo de música que se viene llamando En esas condiciones, sus limitaciones son menos llamativas. En su concierto del teatro Monumental casi ni se notaron.

David Sanborn

David Sanborn (saxo alto), Don Alias (percusión), Ricky Peterson (teclados), Richard Patterson (bajo), Mitch Stein (guitarra) y Michael White (batería). 1.300 personas. Precio: 3.000 y 3.500 pesetas. Teatro Monumental. Madrid, 2 de julio.

El volumen era tan infernal que a duras penas se podían distinguir los timbres de los instrumentos; por otra parte, Sanborn espació su trabajo en beneficio de los miembros de su banda, que dispusieron de todo el tiempo del mundo para lucir sus cualidades. El que mejor lo aprovechó fue el percusionista Don Alias, un auténtico pozo de imaginación y energía; los demás lo consumieron en alternar efectos manidos con algunos hallazgos propios, excepto el guitarrista Mitch Stein, que lo malgastó burdamente en solos irritantes.

Sariborri sopló con su admirada vehemencia y su típico sonido desgarrado. Riffs para hacer tiempo, sobreagudos para cautivar al primer intento y recursos algo ingenuos fueron las características que, de nuevo, marcaron sus fronteras expresivas. Por fortuna, su estilo todavía conserva cierta sustancia singular que lo hace inmediatamente reconocible y hasta emocionante por momentos. También hubo que agradecerle que evitara el éxito fácil y sometiera algunos de sus temas más célebres (Carmel island, Chicago song, Dream) a tratamientos alejados de la comercialidad descarada; largos desarrollos en los que la improvisación reinaba con amigable autoridad. Quizá los incondicionales de Sanborn echaran de menos más variedad y concreción, pero entonces quizá los incondicionales de la música hubieran sucumbido ante tal falta de espontaneidad.

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