Tribuna:

Miré para abajo

Era una plaza de talanqueras hace unos años, tantos que a veces arañan, si el recuerdo sorprende en un arreón airado, embistiendo en oleada tenaz y certera. Sucedió que miré para, abajo. Y vi cómo un maletilla por debajo de las tablas alargaba una mano y tiraba de la muleta de otro maletilla retenido en el burladero.Estaba el maletilla a mi derecha, custodiado por un civil apuntalado en el borde de la tronera. A la izquierda de mi diminuta persona, no pasaría yo de los 10 años, estaba mi paisano de por tierras de Salamanca, que por entonces vivía con mi familia en Madrid. Allá por la calle del...

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Era una plaza de talanqueras hace unos años, tantos que a veces arañan, si el recuerdo sorprende en un arreón airado, embistiendo en oleada tenaz y certera. Sucedió que miré para, abajo. Y vi cómo un maletilla por debajo de las tablas alargaba una mano y tiraba de la muleta de otro maletilla retenido en el burladero.Estaba el maletilla a mi derecha, custodiado por un civil apuntalado en el borde de la tronera. A la izquierda de mi diminuta persona, no pasaría yo de los 10 años, estaba mi paisano de por tierras de Salamanca, que por entonces vivía con mi familia en Madrid. Allá por la calle del Olimpo. Tómese nota del nombre de la calle de mi infancia en los Madriles del extrarradio.

La emoción era intensa. Los lugareños bramaban de contento. Yo recuerdo a los bureles con trapío, desafiantes. El pueblo tal vez fuera Martinamor, Cubo de don Sancho, Buenamadre o Villarino de los Aires, qué más da; relato unos cuantos nombres de pueblos salmantinos para recrearme el escuchar nombres tan peregrinos, inverosímiles y hermosos. El pueblo de la plaza de talanqueras rugía gozoso: el torero había cortado hasta las patas del novillo, que en la vuelta al ruedo mostraba como trofeo crudo y restallante. En el pecho del infante que yo era las sensaciones volaban y ardían, y de pronto miré para abajo.

El maletilla reptante solicitaba al maletilla retenido, que había saltado a la arena tras la salida del primer novillo, la pañosa que sujetaba contra su cuerpo. Yo estaba sentado, con los pies apoyados en un travesaño del burladero; mis cortas piernas todavía no podían alcanzar el suelo. Pero sí podía hacerlo la escrutadora mirada. Y avisé a mi padre, que se lo hizo notar al civil. Desapareció al instante la mano del capa, ahuyentado por el señor del tricornio, y el aviso acusatorio cumplió su misión. No hubo más espontáneos desesperados esa tarde por tierras de Salamanca. El festejo continuó, y recuerdo vagamente que el torero que vivió con nosotros uns breves meses en Madrid partió a sus morlacos con unos estoconazos bizarros y arrebatadores. Mis ojos niños debería tenerlos tan dilatados como el asombro, y la cabeza en cinemascope.

He pensado mucho en aquello desde aquel festival, y estoy convencido de que es el origen de mi afición a los toros. Cada feria de san Mateo en Salamanca me siento en la localidad que fuera de mi padre, le doy las gracias y miro para abajo nada más llegar. Se renueva desde el origen el amor por la fiesta. Después levanto la vista y me recreo con la plaza y sus gentes.

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