Crítica:DANZA

La mirada azul

No está de moda Jiri Kilian (Praga, 1947), lo que es una suerte. Hace pocas semanas, la crítica francesa fue durísima con su presentación en París, pero su gesto discreto lo ha encajado como un aristócrata de la Malá Strana al que dijeran que su casa está despintada.Jiri Kilian es hombre honesto y riguroso artista; despide una rara serenidad que, a su pesar, no oculta la tormenta que cursa tras su mirada de cristal veneciano. Es un buen coreógrafo que siempre ha huido por principio de lo fácil y lo efímero. Cuando en su obra hay espectacularidad, es producto de su íntima explosión creativa, br...

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No está de moda Jiri Kilian (Praga, 1947), lo que es una suerte. Hace pocas semanas, la crítica francesa fue durísima con su presentación en París, pero su gesto discreto lo ha encajado como un aristócrata de la Malá Strana al que dijeran que su casa está despintada.Jiri Kilian es hombre honesto y riguroso artista; despide una rara serenidad que, a su pesar, no oculta la tormenta que cursa tras su mirada de cristal veneciano. Es un buen coreógrafo que siempre ha huido por principio de lo fácil y lo efímero. Cuando en su obra hay espectacularidad, es producto de su íntima explosión creativa, brotando de forma brillante, como al final de la Sinfonietta (Janácek), con esa secuencia de saltos que es un canto a la vida.

Compañía Nacional de Danza

Return to the strange land (Leos Janácek), Stamping ground (Carlos Chávez), Forgotten land (Benjamin Britten). Coreografías: Jiri Kilian. Teatro de Madrid. Hasta el 29 de abril.

Jamás ha necesitado Kilian de medios ajenos a la danza para encontrar, digamos, la danza verdadera. La genética de su código, y por ende de su estilo, admite el análisis coreológico y hasta musicológico. Kilian es un hombre del ballet que nunca ha renegado de su formación académica (comenzó en el Conservatorio de Praga) que aún destila desde sus ligadísimas secuencias. Hoy, en su madurez, redondea su ars poetica con el denso poso eslavo que también encontramos en el triste lirismo de Janácek -su preferido-, en el instinto culpable de Franz Kafica o en el verso escultórico de Vladimir Holan (que, por cierto, tiene bellos poemas a la danza). Como ellos, Kilian es checo hasta la médula.

Al escoger Sinfonia da requiem (Britten), volvía Kilian al canto a la vida, pero desde una óptica desesperada. Tranchefort, en su soberbio análisis del conjunto sinfónico britteniano, le retrata como un perfecto conocedor de sus contemporáneos, que sentía aversión por el énfasis y era un escrupuloso artesano, culto e inspirado, lejana pero firmemente, en el folclor. Todos estos epítetos pueden ser dichos igualmente de Kilian.

La Sinfonia da requiem de Britten es una obra de recapitulación donde un hombre desnudo lucha frente al viento irracional de la guerra, y se presenta sin voz. Es una fortísima imagen actual, cainita, que parece invocar aquello de "todos estamos muertos". El checo y el inglés, en décadas distintas, por motivos diferentes, con medios diversos, lograban hacer ese coro de unicidad incuestionable que es un ballet profundo, violento, doloroso, subyugante. Kilian en Forgotten land (1981) llama a no olvidar que, por ejemplo, ha caído el muro de Berlín, pero que también hubo una Primavera de Praga. Es una obra contra la euforia, contra cualquier instinto oportunista y manipulador. Los miembros de la compañía española cumplen con la compleja pieza y algunos se acercan a la excelencia, entrando en el bosque nocturno absorbidos por una gigantesca ola helada, metálica, que se acerca desde el fondo y trae sombras mayores.

Britten sabía en el primer andante (Lacrymosa) que las guerras no terminan, sino que duermen, revelando el fondo miserable del triunfador. Kilian escarba a continuación (Dies irae) en un caos donde estallan espejos y se busca un culpable. Finalmente, el otro andante (Requiem aeternan), es un ajuste de cuentas con el final merecido, con el horror. Kilian puede ser a veces admirablemente reiterativo, denso, pero es como cuando Britten hace que las flautas repitan el tema principal y que las arpas sirvan de eco. Es la voluntad artística de insistir, consiguiendo una instalación atemporal, magnífica y clara. Clara como la mirada de un niño solitario de grandes ojos azules, azorado bajo las estrellas, tocando el agua con los pies desnudos. Britten y Kilian nos recuerdan que todos los castillos, de sillares o de naipes, caerán.

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