Tribuna:

Cercados por amigos

La proximidad de un enfrentamiento electoral, animado por una derecha convencida de ser, por fin, alternativa de Gobierno, obliga al partido socialista a un inesperado ejercicio de reflexión teórica y política. Las dos últimas campañas se abordaron desde el convencimiento del triunfo, lo que se traducía en vagos e indefinidos programas electorales, como si la inercia de lo que se estaba haciendo bastara para garantizar una nueva victoria. Eso ya no vale.Diez años son muchos años de Gobierno. Ha habido de todo. Y aunque el balance global sea positivo, han cambiado tanto los hombres, el país y e...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La proximidad de un enfrentamiento electoral, animado por una derecha convencida de ser, por fin, alternativa de Gobierno, obliga al partido socialista a un inesperado ejercicio de reflexión teórica y política. Las dos últimas campañas se abordaron desde el convencimiento del triunfo, lo que se traducía en vagos e indefinidos programas electorales, como si la inercia de lo que se estaba haciendo bastara para garantizar una nueva victoria. Eso ya no vale.Diez años son muchos años de Gobierno. Ha habido de todo. Y aunque el balance global sea positivo, han cambiado tanto los hombres, el país y el mundo que sería suicida repetir discursos, aunque fuera el exitoso de 1982. El objeto de la reflexión crítica del socialismo no debe ser sólo lo hecho u omitido (asunto privilegiado del enfrentamiento electoral) cuanto el contenido de un nuevo discurso, habida cuenta de lo mucho que ha ocurrido en el tiempo.

El símbolo de la revolución silenciosa de nuestra década bien puede ser la caída del muro de Berlín. Con él cae no sólo la división del mundo en dos bloques enemigos, que multiplicaban por dos las posibilidades de destrucción del globo y que dividían en dos las visiones del mundo. Lo que además cae es un modo de entender la política que ha dominado la escena humana durante siglos, o quizá milenios: el esquema amigo-enemigo. Parece que desde el siglo XV una de cada tres generaciones ha hecho la guerra (en España, dos de cada tres). Carl Sclimitt elevaba a quintaesencia de la política esta voluntad colectiva de proteger al amigo contra el enemigo, sobre todo del externo.

Contra lo que pudiera. parecer, la humanidad -también la izquierda- llegó a encontrarse a gusto dentro de esa camisa de fuerza. Recordemos la guerra fría. Por un lado, los países comunistas organizados bajo la tutela de la URSS, obligada (por circunstancias históricas y por su interpretación del comunismo) a practicar el imperialismo, con lo que, de entrada, se identificaba desde el otro lado a comunismo con negación de la democracia; en el otro bloque, el Occidente rico que cifraba el esplendor de la democracia en la economía de mercado. Esta nítida división política y conceptual le vino de perlas al socialismo democrático, pues le dispensaba de demostrar la universalidad de su fórmula de bienestar en los países del otro bloque: "Allí", se decía, "no se dan las condiciones de posibilidad para el bienestar, porque faltan los supuestos políticos (democracia formal) y económicos (mercado)". De esta suerte, el universalismo del socialismo democrático quedaba confinado a la cómoda particularidad de los países desarrollados.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Por lo que respecta a la organización interna de los Estados, el esquema amigo-enemigo sólo ofrecía ventajas: el enemigo exterior genera cohesión interna, de tal suerte que siempre se pueden aplazar o relegar problemas reales de convivencia en función de la amenaza exterior. La existencia de la frontera nacional es, sin duda, el invento más genial insuperado del susodicho esquema. Todo el mundo se encuentra a gusto dentro de él. El siglo XX, el más belicoso de todos ellos, ha sido también el de la apoteosis del nacionalismo, tanto en éticas como en políticas.

Todo esto, la seguridad y la angustia que ofrecía el viejo esquema político, cae con el muro de Berlín. Por vez primera nos sentimos cercados por amigos. Y eso, que debería ser motivo de satisfacción, se ha convertido en una insoportable pesadilla. Vamos llegando a la conclusión de que es mejor tener un claro enemigo, con el que no hay que compartir ni el agua, que tener que aguantar al amigo que nos brinda su casa para que pongamos a prueba allí, a domicilio, las maravillas de nuestra fórmula de bienestar. Lo que resulta insoportable no es tanto su demanda de ayuda cuanto su ofrecimiento de la casa. Dicho de otra manera: lo que resulta insoportable es la demostración de la particularidad de nuestra universalidad.

Lo que en cualquier caso no cae con el muro de Berlín es nuestra capacidad de generar enemigos sustitutorios para andar precisamente por casa. La xenofobia cumple ese papel. Pero, pese a todas estas maniobras de despiste, la izquierda está emplazada a demostrar la grandeza de sus miras. La historia, que no suele tomarse en serio más preguntas que las que en cada momento puede responder, nos está haciendo guiños como dando a entender que el viejo sueño de los progresistas -el de la generalizacion y universalización de la felicidad- puede y debe ser hoy puesto sobre la mesa, aunque sea rebajando lo de la felicidad al nivel del bienestar y convivencia. Ese novum histórico es la constatación de que sólo la solidaridad puede salvarnos de la autodestrucción.

La cultura crítica occidental sabía desde hacía tiempo que existía una relación entre bienestar de los ricos y mal-estar de los pobres; por eso Rousseau estableció que, si es verdad que todos los hombres somos radicalmente iguales, "la riqueza es un robo". Y esa convicción moral ha activado la lucha política de la izquierda y del movimiento obrero. Ahora, sin embargo, se trata de otra cosa: a saber, que el mal-estar de los pobres acabará arruinando el bien-estar de los ricos. No es que asomen en el horizonte ruidos de revoluciones. No es eso. Es la lenta e inexorable eutanasia de la naturaleza por mor de nuestro modelo de bienestar. Bien es verdad que el agua, el aire, la tierra, el mar o el bosque en peligro no son sólo los de los países pobres. Ahora bien, o mantenemos que el bienestar capitalista es un bien escaso (lo que ofendería al socialismo democrático), o, si nos empeñamos en universalizarlo, habrá que reconocer que, cuando el invento se generalice entre los países pobres, los países ricos no podrán mantener el suyo. Occidente está tejiendo la cuerda de la horca.

Mientras la solidaridad ha consistido en echar una mano a los países pobres o a grupos marginales, las diferencias entre ricos y pobres sólo podían agrandarse. Pero, quizá por vez primera en la historia, el egoísmo no es rentable y la solidaridad es la mejor inversión personal. Eso es tan nuevo en Occidente que sólo un terremoto cultural podrá ayudarnos a comprender sus consecuencias. Occidente, con su razón crítica y sus ideologías de izquierda, siempre había pensado en la universalidad como exportación de su género, el mejor del mundo. Ahora, por el contrario, es el otro, el que vive en la miseria o en la necesidad, quien marca el camino.

La izquierda política no puede, en buena lógica, tolerar la injusticia nacional ni la,miseria internacional; algo tiene que hacer: pero tampoco puede exportar su modelo, so pena de autodestrucción. En pie queda la pregunta del otro en necesidad. Occidente está obligado a hacer suya la pregunta del otro y a buscar una respuesta que satisfaga sus demandas sin acelerar la destrucción de los propios intereses. La solución no puede ser más de lo mismo.

La izquierda se ha asentado históricamente sobre dos patas: la experiencia de la injusticia y el convencimiento de la universalidad de derechos o principios de todo hombre. El primer momento, el de la experiencia y memoria de la injusticia, ha sido el motor del cambio. En la medida en que grandes colectivos de izquierda han normalizado su situación social, el socialismo se ha quedado sin empuje y sin fantasía, a merced de vagos principios generales. ¿Se puede experimentar la injusticia o la humillación del otro? Difícilmente. Al socialismo le queda, en cualquier caso, una rica memoria de luchas y humillaciones que puede llevarle si no a compartir la injusticia del otro, sí al menos a plantearse de una forma nueva la universalidad desde el otro.

Mucho tiempo ha de pasar hasta que el votante de a pie entienda que su interés depende del bien-estar del otro. No hace falta mucha imaginación para adivinar lo que le ocurriría al partido político que se arriesgara a decir en las próximas elecciones que el interés de la sociedad española pasa por responsabilizarnos de los problemas del Magreb o de Israel. Nadie le votaría. Responsabilidad de partidos como el socialista es generar esa nueva cultura política, menos casera y más fronteriza, mediante la que no sólo se recuperaría la herencia cultural de la izquierda, sino que, además, se haría un gran servicio al propio país.

Reyes Mate es director del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Archivado En