Crítica:

Los senderos ocultos

Aunque se trata de un absoluto desconocido en nuestra escena artística, el israelí, afincado en Nueva York, Yigal Ozeri (Tel Aviv, 1958) presenta un conjunto de obras, a modo de instalación museal, la mayoría de ellas sobre papel, que destaca de manera bastante inusual en el panorama pictórico más o menos convencional de estos tiempos. Tanto por los aspectos relacionados con su propia cultura de origen, como por unas dosis considerables de reflexión acerca de los problemas del aura en las artes actuales y en la percepción intelectual de las cosas.La exposición presenta unos eleme...

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Aunque se trata de un absoluto desconocido en nuestra escena artística, el israelí, afincado en Nueva York, Yigal Ozeri (Tel Aviv, 1958) presenta un conjunto de obras, a modo de instalación museal, la mayoría de ellas sobre papel, que destaca de manera bastante inusual en el panorama pictórico más o menos convencional de estos tiempos. Tanto por los aspectos relacionados con su propia cultura de origen, como por unas dosis considerables de reflexión acerca de los problemas del aura en las artes actuales y en la percepción intelectual de las cosas.La exposición presenta unos elementos sorprendentes por algunos rasgos formales muy concretos que emparentan todo su trabajo entendido desde una óptica más bien global -aunque, eso sí, de un modo absolutamente fortuito por lo que al propio artista se refiere- con lo que podríamos llamar un cierto espíritu europeo de la abstracción, con un abanico de referencias visuales un tanto involuntarias que nos rememoran algunos modos, colores y gestos de artista europeos tradicionalmente vinculados a la pintura en su expresión más militante, toda vez que lo esencial de su discurso sigue afectando a esferas escasamente dadas a la trascendencia.

Yigal Ozeri

Sala Gaspar. ConselI de Cent, 232. Barcelona. Hasta el 27 de febrero.

Aparte de tres grandes obras que parecen desmarcarse por su mayor pictoricidad respecto al resto -casi tres murales en los que se despliega buena parte del pensamiento del artista, junto con algunos referentes utilizados para sistematizarlo, como la presencia una de las obras capitales de la escritora Djuna Barnes, Una noche entre los caballos-, el conjunto de la exposición lo forman series de trabajos sobre papel que dan la auténtica dimensión de una idea del collage más como una ocultación de presencias recónditas que una suma de recursos visuales, y donde se pone de manifiesto la continua recurrencia a la idea de la transparencia y del hermetismo, para lo cual toda suerte de posibilidades especulativas se abren al espectador.

Debajo de las sistemáticas superposiciones de distintos papeles aparecen a menudo elementos de arquitecturas utópicas apenas reconocibles, como si su aura -o su sombra- estuviera ya desvaneciéndose, con lo cual abunda al mismo tiempo sobre la idea de un cierto recelo respecto al mundo de la imagen, algo esencial de la propia cultura de origen del artista, un aspecto éste abundante en toda la exposición y que él mismo parece cultivar con notable agrado.

A pesar de esta particular, tendencia a la ocultación que resaltan los collages de la muestra, y en los que un cierto espíritu como de revelación aporta también sus elementos de cara a una posible comprensión no solamente visual del trabajo en cuestión, destaca también la presencia de un sentido muy próximo a un humanismo global que nos permite acercarnos a la obra considerando la viabilidad de otro proyecto fundado en una nueva subjetividad.

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