Amados espectros

Hay, ante la figura de Bonifacio (San Sebastián, 1934), una contagiosa tendencia a poner el acento en el personaje antes que en la obra lo, mejor, a entender que su intempestiva y memorable vitalidad alumbra mejor que ningún otro argumento, el aliento y sentido de su pintura.Se cumple así, como en pocos casos entre nosotros, la leyenda que impregna una vía esencial de la creación contemporánea y, en particular, aquella a la que nos remite precisa mente la actitud comúnmente asociada a las coordenadas expresivas que, en el cruce entre espontánea gestualidad y ensoñación libre, marcan la propia ...

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Hay, ante la figura de Bonifacio (San Sebastián, 1934), una contagiosa tendencia a poner el acento en el personaje antes que en la obra lo, mejor, a entender que su intempestiva y memorable vitalidad alumbra mejor que ningún otro argumento, el aliento y sentido de su pintura.Se cumple así, como en pocos casos entre nosotros, la leyenda que impregna una vía esencial de la creación contemporánea y, en particular, aquella a la que nos remite precisa mente la actitud comúnmente asociada a las coordenadas expresivas que, en el cruce entre espontánea gestualidad y ensoñación libre, marcan la propia identidad pictórica de Bonifacio.

No es ése sino el anhelo de un estado que se situaría más allá de los límites que tradicionalmente separan, como cosas distintas, vida y creación, el sueño de una existencia que se manifiesta sin ataduras ni mezquindades y que, como respira es capaz de volcarse también, ciega y apasionadamente, en forma de pintura.

Bonifacio

Galería Juana Mordó. Villanueva, 7. Madrid. Hasta el 28 de febrero.

La tela se impregnaría así de una energía que resulta doblemente reveladora. De un lado -sedimento de esa acción pura en la que se encarna, sin fisuras, la apuesta que el artista enfrenta al mundo- su compulsiva dicción actúa, por sí misma, como prueba fehaciente del potencial liberador que en ella arrastra. Pero, desde una conciencia más lúcida, hay también en ese gesto una dimensión heroica, reflejo de una persecución vehemente, sin pausa ni límite, en pos de aquello -sea la vida como un todo o la experiencia específica del proceso de creación- que la pintura no puede agotar sino como su sombra. Con todo, no creo estrictamente imprescindible el encuentro con Bonifacio en carne mortal -o inmortal, que por ello no quede- para que uno pueda dejarse arrastrar por el duende de estas pinturas, ni para adivinar bajo su piel la voz secreta de ese deseo punzante y burlón por el que el pintor saca a la luz fantasmagórica del lienzo -como quien se saca los demonios del cuerpo- sus entrañables espectros.

Hombre de querencias fronterizas, impúdico por igual en sus afectos y en sus contradicciones, el Bonifacio pintor ha jugado desde siempre sus cartas en los equívocos límites sobre los que confluyen, como caras que comparten una misma moneda, la pura gestualidad y la sospecha latente de las imágenes. En ese diálogo elástico y desenfadado, la obra de los últimos años va cargando, más la suerte del lado de las ensoñaciones narrativas. Nada cede por ello de su inquietante ambigüedad; tan sólo traslada de lugar el puesto fronterizo.

Y, en este ciclo de pinturas recientes, Bonifacio reitera una vez más, sobre algunas telas memorables, su buen temple y fértil talante fabulador, y esa aparente facilidad bajo la que esconde, como si con él no fuera, una secreta y densa sabiduría de pintor.

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