Tribuna:

La palabra apagada

¿Fuimos alguna vez de verdad amigos? ¿Fuimos enemigos? Creo que realmente no fuimos ninguna de las dos cosas. Una figura familiar en casa durante los años de mi niñez y adolescencia. Un día, mi padre recitando emocionado un fragmento de La casa encendida donde Rosales evocaba a mi tío Juan: "Es Juan Panero quien me habla; murió y era mi amigo".Rosales y su inconfundible acento granadino entre la bruma de una noche en el Gran Canal de Venecia o, teorizando en Florencia sobre la pintura de Botticelli. Luego Rosales -fin de una época- presidiendo conmigo los inacabables funerales en memori...

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¿Fuimos alguna vez de verdad amigos? ¿Fuimos enemigos? Creo que realmente no fuimos ninguna de las dos cosas. Una figura familiar en casa durante los años de mi niñez y adolescencia. Un día, mi padre recitando emocionado un fragmento de La casa encendida donde Rosales evocaba a mi tío Juan: "Es Juan Panero quien me habla; murió y era mi amigo".Rosales y su inconfundible acento granadino entre la bruma de una noche en el Gran Canal de Venecia o, teorizando en Florencia sobre la pintura de Botticelli. Luego Rosales -fin de una época- presidiendo conmigo los inacabables funerales en memoria de mi padre. De todo eso hace 30 años. Aquella remota historia es ya una envejecida leyenda, una fábula abolida.

Otra imagen. He dejado la universidad -cansancio de aquellas aulas y aquel bar de la Facultad de Letras donde, inútilmente, conspirábamos contra la dictadura- y comienzo a trabajar en una compañía editorial. De nuevo aparece Rosales, y durante unos años compartimos la misma oficina, casi el mismo despacho. Estoy escribiendo los poemas de mi primer libro, ya no soy el niño silencioso, ni el muchachito de hace poco tiempo. Nos miramos con cierta desconfianza, de cuando en cuando comemos juntos y me invita a su piso de Altamirano, 34, la famosa "casa encendida".

A veces realmente nos reímos mucho, otras las palabras tienen un doble y cortante filo. Le agradezco una cosa: nunca quiso ser mi padre, representar para mí un papel paternal. Supongo que él también me agradeció que a mí tampoco me interesase lo más mínimo que él lo hiciese. Estábamos, estamos en paz.

Veredicto

Cuando tenía ya una parte de mi primer libro terminada, llamé a Vicente Aleixandre. Quería un juicio sobre mis poemas lo más objetivo posible. Aleixandre cumplió con generosidad aquel deseo. Rosales se enteró, y dos días después yo estaba en su casa con aquellos poemas, esperando su veredicto.

Lo recuerdo sentado en una butaca, inmóvil y con una copa en la mano, escuchándolos. Cada vez que terminaba de leer uno, su lacónico comentario era: "Otro, léeme otro". Fue un examen más riguroso el de Aleixandre o el que, días más tarde, me haría Dámaso Alonso. No sé muy bien si Rosales me aprobó -nunca lo sabré-, pero nuestra relación continuó amable y distendida. Su recuerdo de aquellos años se mezcla con el de otro desaparecido, el poeta colombiano Eduardo Carranza. Eran largas veladas de vino y rosas o, si se prefiere, de whisky y salchichón.

Surgen rostros perdidos en el recuerdo: José María Souvirón, Dionisio Ridruejo, algunos otros que, con Vicente Aleixandre o Dámaso Alonso, Carranza o Rosales, se reflejan en lo que otra memorable desaparecida, Felicidad Blanc, llamó "espejo de sombras". Un espejo en el que cada vez me gusta menos mirarme, porque cualquier día el último rostro que veré será el mío.

Pasaron los años, años de América, luego de Cataluña, y durante mucho tiempo no lo volví a ver. Después de casi 15 años nos encontramos de nuevo. Un breve encuentro en Madrid y luego, en el verano de 1990, unos días juntos en El Escorial, invitados a participar en una semana de homenaje a Octavio Paz. En aquel Escorial donde yo le recordaba -y se lo dije irónicamente- viniéndome a ver de vez en cuando con mi padre, en los años en que soporté el abominable internado del Real Colegio Alfonso XII. Después de tanto tiempo nos volvíamos a reír.

Junto a los muros solemnes de ese monasterio, donde como alumno interno había tenido que saludar con vítores la presencia del general Franco, acababa de saludar al ministro de Cultura, Jorge Semprún. En la misma mesa, tomando unas copas, miraba a Octavio Paz y a Luis Rosales. Yo también tenía mis motivos personales de ironía.

Allí, donde casi había empezado la historia de nuestra curiosa relación, no menos curiosamente se iba a cerrar para siempre. Piedra de sol y casa encendida frente a las lapidarias piedras grises.

Del poeta Luis Rosales hablarán otros, también del ser humano que fue; yo me he limitado a evocar un fantasma que, para bien o para mal, ha estado ligado de alguna forma a mí, durante 50 años -parece mentira, 50 años- de mi aprendizaje de la vida, de mi recorrido hacia la muerte.

Juan Luis Panero es poeta e hijo del poeta Leopoldo Panero.

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