Tribuna:

La maleta de Bacon

Durante semanas estuvo cerrada en un piso de Madrid la maleta de Francis Bacon. Como un símbolo contundente del despojo, el equipaje del pintor muerto reposó rodeado de silencios y de cuadros en la misma galería donde ahora se cuelga su pintura. Nadie quiso abrir aquella metáfora de su despedida hasta que una joven se atrevió a hurgar en las pertenencias del artista. Halló, como inventario de los últimos días, todas las cosas que la gente se lleva de viaje y, además, la casaca negra de cuero suave que todos los años reponía para presumir en el barrio.Habitual de los mismos bares, era un ciudad...

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Durante semanas estuvo cerrada en un piso de Madrid la maleta de Francis Bacon. Como un símbolo contundente del despojo, el equipaje del pintor muerto reposó rodeado de silencios y de cuadros en la misma galería donde ahora se cuelga su pintura. Nadie quiso abrir aquella metáfora de su despedida hasta que una joven se atrevió a hurgar en las pertenencias del artista. Halló, como inventario de los últimos días, todas las cosas que la gente se lleva de viaje y, además, la casaca negra de cuero suave que todos los años reponía para presumir en el barrio.Habitual de los mismos bares, era un ciudadano normal y corriente que se reía con los parroquianos de Londres desde su distancia acunada en Irlanda. Cultivó con mimo su leyenda de personaje hosco y huidizo, pero tuvo en vida las mismas obsesiones sencillas de la gente corriente.

Tenía una lengua acerada, despiadada y culta, y para todos tenía un epíteto que alternaba la crueldad con la ternura. Se decía de él que se disfrazaba para pasear por Kensington, y también que era un alcohólico empedernido y neurótico.

Lo cierto es que cuando le conocimos tomó té caliente en los sótanos de la Marlborough de Londres y cuando le vimos por última vez en Madrid, poco antes de su muerte, reposaba en un bar céntrico animado por un whisky pálido que más bien parecía el resto sudoroso de una ginebra.

Su aspecto a los 80 años no era el del vicioso que algunos pintaron en su cara, sino que, al contrario, parecía un caballero de traje gris que de vez en cuando tuviera la veleidad de las casacas.

Era verdad que huía de todo el mundo, como un asmático desconfiado, pero no es cierto que estuviera despojado del interés por los otros. Por el contrario, era delicado y obsequioso, e invitaba a los demás a contarle su historia acaso para distraerse él de la suya propia. Esas cosas no se quedan en los equipajes, pero se ven en el recuerdo del rostro de la gente: el de Bacon era un rostro asustadizo y herido en el centro mismo de los ojos, como si él fuera el espejo del trauma.

Renacentista

También era cierto que tenía la lengua afilada, pero no mucho más que el resto de los mortales artistas. Hay una anécdota que ocurrió en Tánger una madrugada de alcohol blanco. Un pintor amigo suyo, un hombre bien parecido, acabó con él en la alta noche del norte de África, y ambos divagaron sobre las escasas certezas que quedaban a esas horas. Cuando la discusión se confundió con el silencio, Bacon le miró de pronto y le dijo:

-¡Qué guapo. eres, pero qué mal pintas!No quería que su estudio fuera lugar de visitas, y aludía a él como si fuera un estercolero del que había que mantenerse al margen. Dejó dicho y escrito que nada merecía la pena, pero era ordenado y meticuloso, como un renacentista, y en ningún caso se fió del azar para conducir su vida.

Cuando murió, dos bares de Londres se disputaron la primacía de su clientela, acaso porque a los dos les dio el mismo cariño de su presencia, pero la anécdota más ilustre de su vida de bohemio disfrazado de caballero andante en el Soho la protagonizó varias veces cuando simuló que su oficio de pintor era justamente el oficio de pintar paredes. Y pintó así varias casas del barrio haciendo creer que en efecto lo suyo era la brocha gorda.

Las maletas no contienen otra evidencia que las necesidades íntimas y cotidianas de la gente que las lleva. Cuando falleció Bacon, en Madrid, con aguacero por cierto, como quería morir Vallejo, la televisión dio una imagen de la estatura cotidiana de su vida: sus pantuflas inglesas reposando sin dueño ante la puerta muda de su domicilio final.

Los que le atendieron lo vieron como un hombre normal cuyo sufrimiento no varió un ápice el aire asustado de su cara de siempre. En la inauguración de la muestra habrá podido verse el rostro de sus compañeros finales, los que le cuidaron como enfermeros.

Curioso personaje que fue por el mundo huyendo del mundo y se encontró al final con un montón de gente que le quiso por lo que de tremendo tenía su disfraz interior de solitario.

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