Crítica:

Fuera de lugar

En su análisis de lo risible, entendido como fruto de la incongruente asimilación a un concepto de un objeto que no le corresponde, Schopenhauer define y distingue tipos distintos de actuación: la ironía, en la que el mecanismo de la risa se esconde tras un camuflaje de seriedad, y que solemos utilizar como arma contra los demás, y -doble contrapunto de la anterior- el humor, definido ahora como lo serio tras lo risible, que solemos volver, en ese caso, sobre nosotros mismos.En la ironía, el sujeto no se cuestiona a sí mismo y agota su objetivo en la mera derrota de aquel contra quien dirije s...

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En su análisis de lo risible, entendido como fruto de la incongruente asimilación a un concepto de un objeto que no le corresponde, Schopenhauer define y distingue tipos distintos de actuación: la ironía, en la que el mecanismo de la risa se esconde tras un camuflaje de seriedad, y que solemos utilizar como arma contra los demás, y -doble contrapunto de la anterior- el humor, definido ahora como lo serio tras lo risible, que solemos volver, en ese caso, sobre nosotros mismos.En la ironía, el sujeto no se cuestiona a sí mismo y agota su objetivo en la mera derrota de aquel contra quien dirije su arma; triunfo, por demás, superficial, pues se limita a dejar al desnudo una contradicción, sin agotar su sentido último, a menudo tan devastador para el irónico como para su víctima. El humor, por su parte, puede bien tomar al otro como objeto -que no como objetivo, mas lo equipara con el propio sujeto, pues ambos comparten un mismo destino, aquel que busca sacar a la conciencia, descarnado por la explosión de la risa. Tanto la ironía como el humor, en el sentido particular que les diera Schopenhauer, son herramientas rastreables, en una medida u otra, en el discurso artístico de todo tiempo. Aquél, turbulento, que nos ha tocado en suerte, a caballo del último cambio, de década, con su inconsciente e histérica celebración del fin de la modernidad -como parte, entre tantas otras, del naufragio del pensamiento utópico-, y, más allá, con las ingenuidades y oportunismos que han jalonado el advenimiento de la llamada "era posmoderna", se muestra, desde luego, más propicio a la ironía y, por lo general, ambiguo en lo que al humor se refiere.

Saint Clair Cemin

Galería Soledad Lorenzo. Orfila, 4. Madrid. Hasta el 12 de octubre.General Idea El Dorado (Maracaibo). Galería Fúcares. Conde de Xiquena, 12, lº. Madrid. Hasta el 22 de octubre.

Una ironía manejada con despiadada inconsciencia contra todo aquello que el presente liquida, -y un simulacro de humor, más propiamente definido como chiste, que confunde el proceso mecánico con su finalidad. Algo más raros -y más preciosos, por ello- resultan los casos de humor genuino,donde la risa es una forma de afrontar desde la lucidez la tragedia que deja tras de sí el fracaso del sueño de la modernidad y el abismo al que su herencia, nos enfrenta, lejos de toda certeza y de toda capacidad afirmativa.

El inicio de la temporada madrileña nos depara dos ejemplos cercanos a esa, no tan frecuente hoy, idea de humor, en las muestras del escultor Saint Clair Cemin y el colectivo General Idea. Aunque desde actitudes y sensibilidades que, en un principio, parecen diametralmente opuestas entre sí, ambos casos comparten, al menos, un denominador común, el que orienta sus apropiaciones hacia ese pegajoso universo de lo kistch, encarnando sin duda en él, no un mero chiste sociológico, sino ese destino límite de la cultura secularizada definido por Broch. Nacido en Brasil (Cruz Alta, 1951), afincado en Nueva York, Saint Clair Cemin es una de las figuras de interés más personal entre las que se afirman -desde la escultura, en su caso- en el equívoco discurso creativo de este último cambio de década.

Hay en su apuesta un aura, constante y sutil, de lúcida melancolía, en la conciencia de que el deseo no puede preservar su libertad sino a través de una continua y compleja huida de sí mismo, de su congelación en estereotipos. De ahí esa poética que es perpetua metamorfosis, que muda por igual sus lenguajes, sus intensidades, curiosidades o procesos. De lo opulento a lo frágil, de lo etéreo a lo más duro, el juego de Cemin nos contagia esencialmente por su misterioso cruce de refinamiento y desenfado. Pero alcanza al fin su más plena intensidad, el calibre de su humor, en el modo como cada una de sus propuestas, de sus rostros, se sitúa a su vez en el límite de su propio esperpento, y no tanto por provocamos -aunque la fascinación equívoca de lo monstruoso forme parte del juego- corno por permitir que aflore en ello, en la contaminación de cada lenguaje, el abismo que nos despierta del anhelo de una unidad ideal.

Bien dispar es, en principio, la estrategia inefable que ha caracterizado la trayectoria del colectivo canadiense General Idea, una de las más fascinantes y atípicas dentro de la memoria de las actitudes de corte conceptual.

Hilaridad

Su hilaridad desbocada e irreverente, dirigida contra todos y contra todo, escondía, tras la voluntaria apariencia elemental de sus propuestas y su aire de agotarse en la mera complaciencia en lo mordaz, una carga de profundidad más radical y compleja. De hecho -y en ello es importante el tipo de construcción paródica de su propia identidad como artistas, de algún modo próxima a lo daliniano-, los dardos de General Idea ponían en primer lugar de manifiesto, por reducción al absurdo, las incongruencias inherentes al mismo paradigma de la vanguardia del que surgían. Y así lo expresan en uno de sus textos, zahiriendo por igual a la ortodoxia de la modernidad y a sus enterradores: "Estábamos políticamente equivocados muchos años antes de que se pusiera de moda".

El proyecto presentado por General Idea en Madrid ilustra con precisión ese mecanismo, que, desde una aparente trivialidad, no sustituye una certeza complaciente por otra. Así, su respuesta al tópico del centenario del descubrimiento es una paradoja en la que el concepto de mestizaje conduce, desde un código de dominio, al espectáculo, desgarrado e irreductible, del deseo.

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