LAS VENTAS

Una faena emocionante

Hubo una faena emocionante. La hizo Román Lucero al sexto toro, un sobrero portugués, encastado y manso por más señas. La mansedumbre en nada desdice la casta. El toro de lidia puede ser manso sin que por ello pierda su autenticidad. En cambio el toro docilón, habitual en las ferias de por ahí para que las Figuras les puedan pegar cómodamente un montón de pases, no es toro de lidia.El toro de casta no lo quieren en ningún caso. Nunca, jamás. El toro de casta, bravo o manso, es el que ataca o se defiende con la fiereza connatural a los de su raza, es el que persigue codicioso los engaños, es el...

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Hubo una faena emocionante. La hizo Román Lucero al sexto toro, un sobrero portugués, encastado y manso por más señas. La mansedumbre en nada desdice la casta. El toro de lidia puede ser manso sin que por ello pierda su autenticidad. En cambio el toro docilón, habitual en las ferias de por ahí para que las Figuras les puedan pegar cómodamente un montón de pases, no es toro de lidia.El toro de casta no lo quieren en ningún caso. Nunca, jamás. El toro de casta, bravo o manso, es el que ataca o se defiende con la fiereza connatural a los de su raza, es el que persigue codicioso los engaños, es el que, al menor descuido, puede llevarse por delante al matador-figura-pegapases. Un toro así toreó Román Lucero y le ocurrió lo que se acaba de decir. El mérito de Lucero estribó en que, a los tres muletazos de tanteo, ya se había echado la muleta a la izquierda, ya aguantaba la embestida vivaz, ya la vencía cargando la suerte, ya embarcaba ceñido sin reparo del buido pitón. Y, además, ligaba los muletazos. Al contrario de lo acostumbrado en la mayoría de las figuras, que se pasan las faenas corriendo de un lado a otro para evitar los problemas técnicos y los riesgos físicos que plantea una adecuada ligazón, al retornar el toro portugués en codiciosa persecución del señuelo que lo había burlado, allí estaba esperándole Román Lucero, y le ganaba terreno cruzándose en su trayectoria. El toro fue atemperando su nobleza bruta, y Lucero pudo imprimir en una estupenda tanda de redondos la suavidad que no había conseguido hasta entonces. Al rematarla, se quedó entre los pitones y el toro le pegó una voltereta. No se arredró por eso, dio unos derechazos más y mató de rotundo estoconazo.

Puerta / Jerezano, Lara, Lucero

Cuatro toros de Julio de la Puerta (uno rechazado en reconocimiento y dos devueltos por inválidos; 3º, sobrero del mismo hierro): bien presentados, inválidos; el sobrero, cinqueño, con trapío, bronco. Dos de Ortigao Costa, bien presentados, lo inválido, 6º -segundo sobrero- con trapío y casta. Jerezano: estocada corta trasera perpendicular (palmas y también pitos cuando saluda); pinchazo y bajonazo perdiendo la muleta (silencio). Pedro Lara: estocada perdiendo la muleta, descabello -aviso con retraso- y dos descabellos (ovación y salida al tercio); estocada (oreja). Román Lucero: tres pinchazos -aviso-, estocada y tres descabellos (silencio); estocada y dos descabellos (oreja).Plaza de Las Ventas, 30 de agosto. Media entrada.

La faena quizá tuvo más emoción que arte. Aunque tampoco es muy seguro. El concepto de arte cambia según las modas. Estamos en una moda que llama arte al cadereo. Jamás hubo tantos toreros artistas como en la actualidad. También es cierto que jamás se había toreado peor. Parecerá una contradicción, pero muchos toreros suplen con caderazos el toreo que son incapaces de ejecutar en regla, y refrendan su condición de artistas andando culiprietos. Cuando el toreo se hacía de acuerdo con los cánones, ese era, precisamente, el arte de torear, que requería naturalidad. Así lo interpretó Pedro Lara en el preludio de su primera faena. Después toreó desigual. Al inválido que desorejó lo toreó con gusto, también sin cruzarse, y lo tumbó de espléndida estocada.

El resto de los toros presentaron otro tipo de problemas. El tercero -colorao encendido, devuelto por inválido- saltó al callejón, de poco arrolla a un señor que nada pintaba allí y le rajó el pantalón. Los de Jerezano se desplomaban cada vez que el diestro intentaba embarcarlos. El primer sobrero, serio y cinqueño, desarolló una bronquedad con la que Román Lucero se midió a trompicones. Nadie podría decir que ahí no había emoción -todo el rato se estuvo temiendo la cornada-, pero era una emoción sórdida, muy distinta a la emoción que se deriva del arte de torear en conjunción con el toro de casta, la cual está nimbada de grandeza.

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