Ola de radicalismos en el cine estadounidense

Canal + presentará 'Mi Idaho particular', nueva y corrosiva película de Gus van Sant

Gus van Sant, conocido aquí por Drugstore Cowboy, es punta de lanza de la oleada de cineastas fuera de norma, algunos transgresores hasta lo inimaginable, que ahora despunta en la producción independiente de Estados Unidos. A su sombra surgió la terrible Henry, retrato de un asesino, de John MeNaughton. Su nueva obra es In Own my Private Idaho; y su estreno en España tendrá lugar el 2 de julio en Canal + y al día siguiente en salas. La evidencia de su corrosión oscurece la de otros filmes cuyo ácido crítico es menos explícito, pero no menor. No es obra aislada, sino parte ...

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Gus van Sant, conocido aquí por Drugstore Cowboy, es punta de lanza de la oleada de cineastas fuera de norma, algunos transgresores hasta lo inimaginable, que ahora despunta en la producción independiente de Estados Unidos. A su sombra surgió la terrible Henry, retrato de un asesino, de John MeNaughton. Su nueva obra es In Own my Private Idaho; y su estreno en España tendrá lugar el 2 de julio en Canal + y al día siguiente en salas. La evidencia de su corrosión oscurece la de otros filmes cuyo ácido crítico es menos explícito, pero no menor. No es obra aislada, sino parte de esa marejada de radicalización, que a veces alcanza grados hipercríticos, que se ve en la producción de élite del último cine de EE. UU., incluido parte del de Hollywood.Desde hace tiempo un síntoma indirecto de reacción contra las pautas conservadoras, puritanas y regresivas, que la era Reagan generó en el cine de Estados Unidos, era ya perceptible en el rescate sistemático del viejo género negro, que en Hollywood fue, desde la época de la caza de brujas fascista del senador Joseph McCarthy en los años 50, refugio para los cineastas de la izquierda, cuando les expulsaron del paraíso: Dalton Trumbo, Elia Kazan, Robert Rossen, Jules Dassin, Joseph Losey, Nicholas Ray, Orson Welles, ohn Huston y tantos otros.

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Una nueva edad dorada que arrasta con ella su lado crítico congénito) del thriller se viene fraguado desde hace más de una década en la obra de Jim McBride, Francis Coppola, Martin Scorsese, Arthur Penn, Sydney Pollack, Bob Rafelson y otros cineastas que son parte del clasicismo vivo del cine norteamericano. Y uno de estos clásicos vivientes, el pionero de los independientes Robert Altman, se acaba de soltar la melena en una cáustica y magistral película, The Player, en la que se mete dentro, con la libertad del vitriolo, de las malas calles con moqueta del Hollywood actual. No deja títere con cabeza. A media voz dice ferocidades acerca de la gran fábrica de cine; y el alcance de su zarandeo duplica su energía cuando añade: "Hollywood no es solamente una ciudad, sino una metáfora de la vida en mi país". De otra manera, entrar con navaja barbera abierta en las tripas de Hollywood es, para Altman, revelar la radiografía metafórica del modelo (en crisis) de sociedad en que vive.

Durante el último festival de Cannes, sorprendió la virulencia crítica que ofrecieron sin excepción las películas del lote estadounidense. Era no solo The Player, sino también las convencionales De monos y hombres' un alegato contra la miseria dirigido por Gary Sinise; y Basic Instinct, película-escándalo dirigida por Paul Verhoeven, cuyo convencionalismo formal lleva metralla en algunas imágenes iluminadas con la oscura luz de las respuestas a lo inaceptable.

Igual que Bob Roberts, de Tim Robbins (quien dijo que el filme "surgió de la rabia que sentí al volver a ver a Greenwich Village, tras años de ausencia, en un estúpido barrio aburguesado"); Mac, de John Turturro, refutación en clave lírica del mito del Self Made Man; American Me, de Edwards James Olmos, que sigue el empuje agitador del cine negro y chicano de Nueva York y California, que sacó a la luz Spike Lee, quien anunció allí mismo que no se muerde la lengua en su filme sobre el dirigente revolucionario negro Malcolm X; y Ligh Sleeper, donde Paul Schiader llega a síntesis despiadadas sobre. Nueva York y sus vertederos humanos.

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Y sobre todo Simple man, obra de un joven y complejo cineasta -una sombra de Dashiell Hammett, otra vez en las aceras, pero con cámara en vez de pluma llamado Hal Hartley, también con navaja barbera en la mirada. Un lote explosivo. Si hace unos pocos años Hollywood y alrededores acudían a los festivales con colecciones de estampitas electrónicas, ahora la norma se ha invertido: fue el lote más malhumorado, politizado e inconforme de todos cuantos ocuparon hace unas semanas los escaparates de La Croisette.

Incluso la producción más convencional se apunta al nuevo aire inconformista, lo que quiere decir que es rentable, que obedece a una creciente demanda ambiental de cine duro. Prueba de ello es que cineastas tan blandos como Mike Nichols, Terry Gilliam y Barry Levinson (A propósito de Henry, El rey pescador y Bugsy) se apuntan con su sordera al bombardeo, aunque en vez de metralla les salgan margaritas en las pantallas. No es el caso de Oliver Stone y Lawrence Kasdan, que han logrado con y Grand Canyon, hurgar en dos vertederos de la vida estadounidense, en ambos casos con resultados indagatorios competentes e inquietantes. Ambos fueron discutidos, pero sus filmes son vuelcos en las reglas del consumo programado desde las oficinas de marketing de Hollywood. JFK convocó a masas; mientras que Grand Canyon, tras su fracaso inicial -pese a triunfar en Berlin- levantó cabeza cuando se comprobó que Los Angeles, ciudad a la que describe como un polvorín que puede estallar en cualquier instante, estalló efectivamente. Su carácter premonitorio hizo volar a una película que ya parecía ya enterrada.

La oleada, que no ha hecho más que comenzar, se anunció en filmes de hace unos años, como los de Spike Lee y David Lynch, que con su carga (sobre todo ideológica y formal, respectivamente) rompedora a cuestas han entrado ya en las leyes del consumo doméstico. Esto se acrecentó en tres filmes recientes que también convocaron a multitudes: Bailando con lobos, de Kevin Costner; El silencio de los corderos, de Jonathan Demme (que vuelve de la carga subversiva en su documental Mi primo); y Thelma y Louise, de Ridley Scott. Los tres son bien conocidos, pero su estela de obras domésticas y al mismo tiempo disidentes es ya parte de su identidad, cosa impensable hace pocos años.

Hollywood cambia algunas de sus reglas de consumo: se acabó la estela de los Rambos y una parte importante de sus ganancias puede llegar -y de hecho ya está llegando: JFK, El silencio de los corderos, Thelma y Louise, Bailando con lobos, Instinto básico- a las arcas californianas procedente del redescubrimiento del cine como forma de canalizar el malestar que hoy invade a la sociedad estadounidense. Por ejemplo, que en el filme de Jonathan Demme, el happy end obligatorio en las reglas de Hollywood incluya que un simpático caníbal se meriende el hígado de un odioso jefe del FBI, no es una inocente broma, sino algo más, ese algo que las modestas y desconcertantes obras de Gus van Sant y colegas hacen explícito sin guardarse las espaldas.

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