Tribuna:

El fin del inifinito

El escritor Antonio Pereira, el mejor narrador oral y autor de relatos breves posiblemente de este país, descubrió un buen día el infinito, según cuenta en un relato, en la etiqueta de un bote de leche condensada en la que un niño rubio sostenía entre las manos otro bote de leche condensada en cuya etiqueta el mismo niño sostenía entre las manos otro bote de leche condensada en cuya etiqueta el mismo niño sostenía entre las manos otro bote de leche condensada en cuya etiqueta el mismo niño sostenía entre las manos otro bote de leche condensada, etcétera. En efecto, por más que uno se provea de...

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El escritor Antonio Pereira, el mejor narrador oral y autor de relatos breves posiblemente de este país, descubrió un buen día el infinito, según cuenta en un relato, en la etiqueta de un bote de leche condensada en la que un niño rubio sostenía entre las manos otro bote de leche condensada en cuya etiqueta el mismo niño sostenía entre las manos otro bote de leche condensada en cuya etiqueta el mismo niño sostenía entre las manos otro bote de leche condensada en cuya etiqueta el mismo niño sostenía entre las manos otro bote de leche condensada, etcétera. En efecto, por más que uno se provea de una lupa o de un microscopio de largo alcance, eso es el infinito: lo que nunca se acaba.Los nacionalistas de todo el mundo, que no han leído a Pereira ni han visto nunca, al parecer, la etiqueta de un bote de leche condensada, andan ahora descubriendo el infinito a base de dividir la gran bola del mundo en mil pedazos. Tras una larga época de inmovilismo forzado por las circunstancias, la caída del bloque del Este y el desmoronamiento de Estados, como Yugoslavia, artificialmente creados, han hecho que, de nuevo, la fiebre nacionalista vuelva a recorrer Europa y amenace con desintegrar las fronteras existentes como si fueran simples rayas en el mapa. Unas fronteras creadas a fuerza de muchas guerras y a base de mucha sangre -ensangrentadas, por tanto-, pero que son las que han permitido que, en los últimos años al menos, el Viejo Continente haya vivido por primera vez en paz -aunque fuera una paz falsa- y sin más sobresaltos que los necesarios.

La caída del bloque del Este dejó al descubierto, entre otras muchas cosas ya sabidas, la nula cohesión existente entre el inmenso mosaico de pueblos que se aglutinaban bajo el nombre de la Unión Soviética durante los largos años de la guerra fría. De la noche a la mañana, los ciudadanos de todo el mundo empezamos a oír a hablar de los uzbekos, los armenios, los moldavos, los ucranios, los kirguisos, los kazajos, los letones, los estonios, los lituanos, los azerbaiyanos o los bielorrusos, pueblos todos diferentes de los rusos -que eran los únicos que hasta entonces conocíamos-, que reclamaban su independencia en base a su distinta condición, religión, lengua o cultura. Tras largas negociaciones, que estuvieron muchas veces salpicadas de conflictos y que acabaron costándole la cabeza al mismísimo Gorbachov, el padre de la criatura, la situación finalmente se recondujo y la vieja Unión Soviética se transformó en la nueva Comunidad de Estados Independientes que aglutina, bien es verdad que sin mucho entusiasmo, a todas esas repúblicas. Entre otras cosas, porque dentro de ellas mismas ya han empezado a surgir nuevas etnias y regiones de nombres impronunciables y localización geográfica casi imposible, como el Transdniéster o el Tatarstán, que, con las mismas razones, reclaman la independencia y amenazan con convertir el mapa de la antigua Unión Soviética en un puzzle para niños.

Paralelamente, y de manera menos pacífica, Yugoslavia empezó a desintegrarse y empezamos a oír hablar también de los croatas, los serbios, los eslovenos, los serbo-húngaros, la minoría albanesa y los bosnio-herzegovinos, pueblos todos diferentes, según ellos, y que reclaman a tiros su independencia poniendo en serio peligro incluso la estabilidad de los países vecinos. Falta saber si, cuando ellos acaben, no surgirán otros pueblos (como los eslovacos, por ejemplo, o los montenegrinos) que se levanten a su vez dentro de sus fronteras y reclamen también lo mismo.

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Por un proceso de mimetismo o por oportunidad política, otros pueblos europeos, insertos dentro de Estados conformados firmemente y desde antiguo, quisieron subirse al carro pensando seguramente que a río revuelto ganancia de pescadores y que a quien Dios se la dé san Pedro se la bendiga, aunque enseguida desistieron de su empeño ante la imposibilidad real de alcanzar sus objetivos. Fue el caso, por ejemplo, en España, de los nacionalistas vascos y catalanes, de los frisones en Holanda, de los corsos en Francia, de los norirlandeses y los escoceses en Gran Bretaña y, aun en la propia Italia, de los vénetos y los lombardos, que quieren segregar el sur del norte con la excusa de librarse de la Mafia, pero con la verdadera intención de no tener que repartir con aquél su mayor nivel de vida. Un efecto dominó que ha ido seguido, por reflejo o reacción casi instintivos, de una reafirmación nacional por parte de las naciones ya establecidas y que se ha traducido, por el momento, en un cierre de fronteras y de filas y en el resurgir dentro de ellas de los movimientos sociales ultranacionalistas.

El problema es complejo, ciertamente, pero la solución, en el fondo, es muy sencilla. Consiste en decidir si se dejan las cosas como están (cuestión ésta que tampoco parece muy viable a largo plazo, a la vista de por dónde van los tiros: la desaparición progresiva de las fronteras y la conversión de Europa en un espacio único, sin naciones ni países) o, en el supuesto contrario, si se defiende el actual sistema de naciones, pero con el derecho de todos los pueblos a constituir la suya, dónde se pone el límite. Porque, efectivamente, el mismo derecho que España a ser una nación lo tiene Cataluña, pongo por caso, que si, como los portugueses en Aljubarrota, hubiera hecho triunfar su levantamiento de 1640 contra el creciente poder de Castilla, ahora lo sería efectivamente y nadie, ni siquiera los más recalcitrantes españoles, se lo discutirían. Pero, una vez admitido eso, y supuesta la independencia de Cataluña, ¿con qué derecho se la podría negar ella a Gerona, y Gerona, por su parte, al Ampurdán, y el Ampurdán al Bajo Ampurdán y así sucesivamente? La hipótesis puede parecer exagerada, pero es perfectamente lógica y posible -y, desde la perspectiva de la igualdad de derechos, induscutible-, y es, más o menos, por otra parte, lo que les está ocurriendo ahora a los rusos, que, a poco que se descuiden, entre tártaros y subtártaros, entre transdniésteros y cisdniésteros y entre subrusos y semirrusos, van a acabar, como sigan así, como Pereira con el bote de la leche condensada, descubriendo el infinito.

A lo mejor tienen razón. A lo mejor, por ese camino, van a acabar llegando al mismo punto al que, por el camino opuesto, pretenden llegar también los partidarios de la Europa única. A descubrir lo que en el fondo todos sabemos, por más que nos cueste reconocerlo y por mucho que nos digan los políticos: que la única nación, la real, la verdadera, es uno mismo.

Julio Llamazares es escritor.

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