Crítica:ARTES

Las expectativas de una primera exposición

En estos tiempos de exaltada promoción juvenil, sobre cuyos fastos mercantiles se queman prematuramente no pocas cenizas, corremos el riesgo de perder, no digo ya el gusto, sino hasta la comprensión de lo que supone una primera exposición. Semejante estrago nos impediría, por ejemplo, disfrutar como se merece de la primera muestra de la jovencísima Sandra Rein (Sevilla, 1968), aciertos y errores incluidos.

Pero, ¿qué significa acertar o errar cuando se habla de la primera exhibición de una artista de 24 años, con una historia por delante que razonablemente no se decanta sino por el tran...

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En estos tiempos de exaltada promoción juvenil, sobre cuyos fastos mercantiles se queman prematuramente no pocas cenizas, corremos el riesgo de perder, no digo ya el gusto, sino hasta la comprensión de lo que supone una primera exposición. Semejante estrago nos impediría, por ejemplo, disfrutar como se merece de la primera muestra de la jovencísima Sandra Rein (Sevilla, 1968), aciertos y errores incluidos.

Atisbos

Sandra Rein

Galería Egam. Villanueva, 29, Madrid. Del 1 al 25 de abril de 1992.

Pero, ¿qué significa acertar o errar cuando se habla de la primera exhibición de una artista de 24 años, con una historia por delante que razonablemente no se decanta sino por el transcurrir de cuando menos otros 20 años? Su obra está en situación seminal y con ella ha de dialogarse sobre unas bases de expectativa. Precisamente en eso de crear expectativas se define la obra de un artista joven, cuyos atisbos son los que nos interesan por encima de cualquier otra cosa. Sandra Rein, como toda buena artista que se precie, ha comenzado por comerse el mundo a siete bandas o de siete formas diferentes, y si eso no fuera, por definición, el modo de superabundante y alocada energía que caracteriza la obra de un joven que comienza, esta generosa dispersión podría constituir el error.Más allá, no obstante, de estas primeras impresiones de confusión, está la sustancia sensible o el talento en ciernes que vigorosamente se apunta: en el caso de Sandra Rein impresiona la sutileza de sus dibujos cosidos y pigmentados, así como su impresión negativa; más incluso que sus sueltas maneras de pintora desenfadada, y sobre todo todavía más que sus juegos con esculturas de madera. Porque, desde luego, junto a los detalles afiladamente punzantes de estos dibujos o junto a la bellísima piedra en forma de cabeza de pájaro, cuya artificiosa superficie parece intensa, donde la identidad de Sandra Rein resplandece, todos los demás episodios que despliega con abundancia resultan comparativamente prolijos. Esta primera exposición nos descubre una cálida y cierta promesa, que a nosotros, espectadores expectantes, nos gustaría que no dejara de afianzarse.

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