Tribuna:

Algo más que liberales

Probablemente el problema principal del marxismo, visto en perspectiva, es que, en comparación con otras corrientes filosóficas o con las ciencias sociales académicamente establecidas, hace una apuesta muy fuerte:- pretende a la vez explicar el mundo económico-social en que vivimos y transformarlo. Nada menos.Pero frente a lo que se afirma a veces de manera interesada, hay que decir en descargo del marxismo que la suya no es la única apuesta fuerte de este tipo en la historia de la humanidad. A su manera, las grandes religiones aspiraban a lo mismo. Y modernamente algunas otras ...

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Probablemente el problema principal del marxismo, visto en perspectiva, es que, en comparación con otras corrientes filosóficas o con las ciencias sociales académicamente establecidas, hace una apuesta muy fuerte:- pretende a la vez explicar el mundo económico-social en que vivimos y transformarlo. Nada menos.Pero frente a lo que se afirma a veces de manera interesada, hay que decir en descargo del marxismo que la suya no es la única apuesta fuerte de este tipo en la historia de la humanidad. A su manera, las grandes religiones aspiraban a lo mismo. Y modernamente algunas otras grandes teorías han tenido aspiraciones parecidas, aunque es posible que con un poco más de moderación epistemológica. Algunos pensamos que la especulación filosófica o metacientífica en que suele concluir casi toda gran teoría recoge, en el fondo, un anhelo semejante, históricamente cambiante en la forma, pero permanente en su contenido, un anhelo muy extendido entre los humanos, que tal vez tenga que ver con los límites del análisis reductivo y el origen de la vieja idea de dialéctica.

Limitarse a la explicación del mundo social existente y plantearse la transformación del mismo mediante acciones diversificadas, bien calculadas y con la gradualidad adecuada para producir el menor malestar posible en los individuos, es algo que cuenta con muchos partidarios entre las gentes sensatas, entre eso que se llama el sentido común ilustrado. Por ello, a casi todo el mundo le cae bien el Popper epistemólogo cuando habla, en estos (o parecidos) términos, de modestia metodológica y de docta ignorancia. Todo juicio práctico es comparativo, y corren tiempos en los que no pocas de las personas que antes -cuando eran maristas- querían cambiar el mundo postulan ahora que es mejor dejarnos transformar por él. La modestia, en estas cosas prácticas, es siempre más sana que la doble negación. Así que, de acuerdo con esto, la gente sensata dirá: si las llamadas ciencias sociales, con su complejo aparato matemáti co y su capacidad analítica, tie nen muchas dificultades para explicar la acción colectiva de los humanos en condiciones de normalidad, ¿cómo atreverse a hacer predicciones en gran escala, que implican, para colmo, situaciones excepcionales? Y si ya es un exceso del orgullo y la ambición de los humanos aspirar a hacer predicciones en gran escala tratándose del mundo social, ¿qué decir de la pretensión de cambiar el mundo de base, que es precisamente lo que postula el marxismo?

Seguramente toda persona sensata y razonable que piense con un poco de calma sobre esto llegará a la conclusión de que una pretensión así, la aspiración a cambiar el mundo de base, que dice la Internacional, la aspiración a un orden radicalmente nuevo, a la emancipación del género humano, es a la vez una enormidad y una temeridad. De hecho, hay mucha evidencia histórica en favor de tal conclusión. Las revoluciones se escapan de las manos de los revolucionarios (precisamente porque éstos no pueden dominar con el pensamiento todas las implicaciones y consecuencias que tienen actos complejos tan radicales); las revoluciones -se dice- devoran a sus hijos. Ya había ocurrido así en el caso de la revolución inglesa. Volvió a ocurrir en el caso de la Revolución Francesa. Y ha ocurrido de nuevo en el caso de las revoluciones rusa y china y, parcialmente, en los casos de revolución cubana y vietnamita.

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El número de personas sensatas y razonables aumenta de manera muy considerable cuando el lado negro o negativo de las revoluciones resulta ya tan evidente que sólo los ciegos pueden negarlo. Entonces el sentido común ilustrado y razonable se impone sobre cualquier otra consideración, echa a un lado toda duda y acaba adoptando esta filosofía: contra el orgullo y la soberbia de los revolucionarios del pasado y del presente, pasito a pasito, uno por uno, y calculando bien cuál de las dos piernas hay que adelantar primero. Los ciegos que niegan, contra la evidencia, el lado oscuro y hasta tenebroso de las revoluciones que en el mundo han sido no serán tenidos en cuenta aquí. En cambio, vale la pena llamar la atención sobre un tipo de ceguera involuntaria, tan extendido como reiterado a lo largo de la historia de la humanidad: el que produce en las buenas gentes la intensísima luz que brota de las revoluciones en marcha. Sin esta otra ceguera, el número de las personas siempre sensatas y razonables permitiría formar enseguida una mayoría absoluta. Pero, al parecer, la historia de la humanidad es una tragedia, y no nos ha sido dado a los más ser razonables y sensatos en todo momento. También el razonable y sensato teórico de la democracia moderna, Alexis de Tocqueville, llamó la atención de sus contemporáneos críticos de la Revolución Francesa acerca de aquellas sombras del antiguo régimen que explican, al menos en parte, las luces cegadoras de las revoluciones en marcha.

Pero esto no es todo. Como escribiera Bertolt Brecht en un celebrado poema dialógico que lleva por título Techo para una noche, justamente después de haber hecho justicia a la función de la caridad en los malos tiempos del paro masivo, del hambre y de la miseria: "No sueltes todavía el papel, tú que lo estás leyendo".

Siendo las cosas como se ha dicho, o sea, habiendo tanta evidencia histórica en contra de la pretensión de juntar explicación y transformación revolucionaria del mundo, y con un acuerdo tan general entre las personas sensatas acerca de la otra forma de actuación, lo difícil, lo verdaderamente difícil de explicar, no debería ser la crisis del marxismo (enésima crisis, por cierto, calificada una vez más de definitiva), sino por qué motivo, a pesar de tanta evidencia y de tanta razón, tantos hombres en tantos lugares del mundo siguen planteándose (en la forma marxista o en otra) todavía la misma meta tantas veces fracasada o derrotada y tantas otras reinventada.

La explicación de la dificultad dificil -si se me permite la broma que, de paso, lleva el agua a mi molino- es que el sano sentido común, la evidencia histórica largamente interiorizada y la razón razonable de la mayoría de esa especie maravillosamente contradictoria

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Algo más que liberales

Viene de la página anteriorque es la de los humanos, no han logrado todavía encontrar la fórmula adecuada para terminar con el mal social, con la desigualdad social y con la injusticia.

El mercado, tal como lo conocernos, permite establecer algunas reglas en el juego económico al que tan aficionado es el hermano lobo; pero no acaba con los monopolios, ni con la explotación de unos hombres por otros, ni es capaz de fundar una sana relación entre el hombre y la naturaleza. Al contrario , la mano invisible que, según dicen, rige las leyes del mercado es demasiado visible a la hora. de producir enormes beneficios para unos pocos, en detrimento de los más, y sólo se hace invisible de verdad a la hora de admitir reponsabilidades por el expolio del medio ambiente.

La democracia es una buena cosa, qué duda cabe, en la medida en que reduce y controla tensiones políticas y contribuye a poner un bozal al histórico Leviatán; pero la democracia, esta democracia, la democracia realmente existente, no iguala las fortunas de todos en este mundo nuestro de hoy, que es, de hecho, una plétora miserable, el mejor de los mundos posibles, como dice sir Karl Popper,sólo que para unos cuantos y -aunque no lo diga el ilustre filósofo-, el peor de los infiernos para dos tercios de la humanidad. Esta democracia que conocemos sigue afirmando la igualdad de derechos de las mujeres y de los varones, pero ignora que en el mundo aún mueren diariamente muchas más niñas y mujeres que niños y varones adultos porque hay, de hecho, discriminmación en el trato de unas y de otros. Como en las fábricas, como en los hogares, como en los Parlamentos, como en la política en general.

Pues bien, cuando la gente se da cuenta de estas dos cosas (entre otras), deja de ser razo nable en el sentido anterior mente dicho y apela a otra ra zón. Si, además, son tiempos de vacas flacas, y los hombres y las mujeres razonables moran en países en los que mueren miles de niños al día, en los que se esclaviza a otros, se prostituye a muchos y se tortura al que protesta, entonces (y no es ésta la única situación de injusticia posible en el mundo de hoy) la anterior evidencia histórica se hace menos evidente, y el gradualismo propuesto para las actuaciones, menos razonable. ¿Se puede acaso graduar la satisfacción de las necesidades básicas, elementales, cuando la gente está a un tris de morirse de hambre? Y ¿por qué sigue conmoviendo y emocionando tanto a las buenas gentes, igual en el Norte que en el Sur, el espíritu de la rebelión, las viejas historias de los hombres y de las mujeres que se alzaron contra la desigualdad intolerable? No se puede negar a Marx y a algunos marxistas (Rosa Luxemburgo, Antonio Gramsci, Georg Lukács, Karl Korsch, entre ellos) el haber dicho unas cuantas cosas serias sobre esta seria cosa que es la actitud de los hombres y de las mujeres ante la lucha de clases.

Así pues, lo que es evidencia histórica y conclusión razonable para unos acaba resultando un hiriente insulto para otros. Esto se debe a que, nos guste o no, existe en el planeta algo así como eso a lo que se ha llamado -a veces también con un poco de petulancia, todo hay que decirlo- lucha de clases a nivel mundial. Cuando Marx escribió el Manifiesto comunista, el mundo (incluso para un alemán que se quería internacionalista) era Europa y poco más. Ahora el mundo son los cinco continentes: vemos en directo -y hasta podríamos vivirlo, si además de ser razonables nos hubiera sido dada la gracia de los sentimientos humanitarios y de la coherencia entre el decir y el hacer- el hambre, la tortura, la desigualdad social, la miseria material y psíquica en África, en Asia, en América Latina y en los suburbios de las principales ciudades de Europa, de Estados Unidos de Norteamérica, del Japón.

No pocas personas sensatas y razonables del Norte se hacen la ilusión de que estos males del Sur nada tienen que ver con nosotros, con nuestro mercado, con nuestra democracia. Y concluyen, desde esa ilusión, que nuestro mercado y nuestra democracia no sólo no son resposables de tanta miseria y de tanta muerte, sino que evitan la miseria y la muerte allí donde se instalan. Pero no hace falta ser historiadores, basta con fijarse más en las tragedias del mundo que en los conceptos de democracia y mercado ahistóricamente formulados para darse cuenta de que las rapiñas de nuestros antepasados colonizadores, las constricciones del Banco Mundial y los beneficios de las multinacionales, con sede en EE UU, Japón y la CE, tienen tanta relación con la miseria del Sur y con su crisis ecológica como la explosión demográfica que se está viviendo en aquellos países.

La desigualdad social existente en la Europa del XIX hizo nacer el marxismo -en Europa. La tremenda desigualdad mundial existente ahora hará nacer otro intento de juntar la explicación del mal social con la exigencia de cambiar el mundo de base. El instrumental científico y técnico para eso empieza a estar a punto. ¿Qué nombre se pondrá al nuevo intento? ¿Se seguirá llamando a esto marxismo? No lo sé, ni creo que el nombre sea lo que más importa. Nuestros jóvenes llaman insumisión y desobediencia civil al espíritu de la rebelión que está en los prolegómenos de la nueva tentativa; los campesinos latinoamericanos llaman a la nueva cosa (híbrido de marxismo crítico y de cristianismo inspirado en el sermón de la montaña) teología de la liberación. Nombres tal vez parciales y, sin duda, prematuros. Pero lo que importa es el concepto; lo que importa es que también ahora hay argumentos a favor de un punto de vista que no sea sólo y dogmáticamente liberal.

Liberales lo somos todos de salida (al menos aquí, en Europa). Marx también lo era de joven. Y Dostoievski. Y Chernichesnki. Y tantos otros. Luego, con el tiempo y los años, unos liberales prefieren el autoritarismo del déspota bondadoso (como los liberales de la Trilateral y no pocos de los científicos liberales que se han planteado en serio la interrelación de los problemas económico- sociales con los problemas ecológicos de este final de siglo), y otros liberales preferimos el iguarlitarismo social radical, la superación de la forma actual, capitalista, de la división social fija del trabajo. ¿0 tendrán que seguir haciendo siempre los mismos, y los hijos de los mismos, las tareas de mantenimiento y limpieza de nuestra pocilga?

Es posible, que esta diferencia de criterio entre sólo liberales y algo más que liberales (libertarios, socialistas, comunistas) no exista ya cuando la llamada democracia del mercado haya logrado dar de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos del mundo entero, de nuestro mundo. Mientras tanto, mientras haya en el mundo más desigualdades e injusticias que las que está dispuesta a admitir la filosofía liberal dominante, es de esperar que los desposeídos, además de interpretar este mundo, sigan pensando en la necesidad de cambiarlo de base, de raíz.

es profesor de metodología de las ciencias sociales de la Facultad de Economía de la Universidad de Barcelona, traductor de Gramsci y miembro de la revista Mientras Tanto.

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