Tribuna:

El gran peligro

El principal peligro para la paz ya no viene de Oriente Próximo, sino del caótico hundimiento de la URSS. Las cancillerías occidentales están incluso persuadidas de que un conflicto del tipo yugoslavo entre las ex repúblicas soviéticas podría degenerar en una guerra nuclear. En Washington, en París y en Bonn se habla ya muy en serio de la necesidad de preparar, tras la Conferencia de Madrid, la de Moscú, para asegurar un diálogo entre los hermanos enemigos de la antigua Unión Soviética. Mientras tanto, George Bush, y también François Mitterrand y otros líderes europeos, emplean todo el peso de...

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El principal peligro para la paz ya no viene de Oriente Próximo, sino del caótico hundimiento de la URSS. Las cancillerías occidentales están incluso persuadidas de que un conflicto del tipo yugoslavo entre las ex repúblicas soviéticas podría degenerar en una guerra nuclear. En Washington, en París y en Bonn se habla ya muy en serio de la necesidad de preparar, tras la Conferencia de Madrid, la de Moscú, para asegurar un diálogo entre los hermanos enemigos de la antigua Unión Soviética. Mientras tanto, George Bush, y también François Mitterrand y otros líderes europeos, emplean todo el peso de su influencia para reforzar a Mijaíl Gorbachov, el único conciliador posible y el único hombre de buen sentido en medio de la explosiva situación por la que pasa su país. Pero también saben estos líderes, porque lo han oído en Madrid y en Latche, que el presidente de la ex URSS es "un general sin ejército" que carece de medios para poder imponer lo más mínimo.Gorbachov, no obstante, no arroja la toalla. Piensa que puede salir adelante con persuasión e influenciando a los presidentes de las repúblicas que toman asiento con él en el Consejo de Estado y que están dispuestos, en principio, a formar una nueva unión económica y, más adelante, política. A principios de este mes, en un discurso dramático, ha deplorado el no haber sabido aprovechar la ocasión favorable, tras el fallido golpe del mes de agosto, para construir, con el ambiente caldeado, la federación o confederación de repúblicas soberanas. "Hoy nos encontramos al borde del abismo..., todo está a punto de desintegrarse", comentó sin elevar el tono de la voz y sin señalar con el dedo a tal o cual líder. Aun así, todos han comprendido que su llamada se dirigía ante todo al presidente ruso, Borís Yeltsin, y al de Ucrania, Leonid Kravtchuk. Sin su concurso no es posible crear con lo que queda de la ex URSS ni el espacio económico común ni una diplomacia unitaria, ni si quiera un ejército nacional.

Estos dos indispensables socios dicen estar de acuerdo con Gorbachov, pero ponen sus condiciones: en los nuevos trata dos, nada debe ser perjudicial a sus respectivas repúblicas. "Estamos hartos de ser la vaca lechera de los demás", declara el vicepresidente ruso, Alexandr Rutskoi. "Durante siglos hemos subvencionado a Rusia, pero eso se ha acabado ya", replican en Kiev. Para dar satisfacción a unos y a otros habría que definir las reglas del juego de la nueva comunidad, pero además fijar los precios de todos los productos intercambiables. Lo cual exigirá varios meses de estudio, con el riesgo de agravar los conflictos en lugar de calmarlos. La referencia a los precios mundiales, tan frecuentemente reclamada por los rusos a propósito de su petróleo, o por los ucranios con respecto a su trigo, no será suficiente para resolver el problema. Mientras tanto, el tiempo apremia, puesto que el producto nacional ha descendido ya un 15% en un año, la inflación galopa y el rublo, tras la última devaluación, no vale más que dos o tres céntimos norteamericanos.

El 28 de octubre, Borís Yeltsin, tras haber informado al embajador norteamericano, Robert Strauss, pero no a los presidentes de las demás repúblicas, ha lanzado una bomba: Rusia adoptará de inmediato una terapia de choque a la polonesa, liberalizando todos los precios, a excepción de los del pan, la leche y "algunos productos y servicios de importancia estratégica". Ha prometido ayudas a los sectores más pobres de la población, pero no una actualización de los salarios, ni siquiera parcial, como en Polonia. Según el oficial diario televisivo Vremia, los precios de los productos manufacturados se multiplicarán, probablemente, por 25, y los productos alimenticios, por 15. No hay, pues, que asombrarse de que, tras un anuncio semejante, la población se haya lanzado a las tiendas para arrasar con todo lo que pueda encontrar. Se almacena todo, incluso el pan. Ningún soviético recuerda haber visto o hecho colas tan largas ante las panaderías de Moscú y de otras ciudades rusas. El alcalde de la capital ha decidido, a la vista de las cosas, racionar el pan a partir del 1 de diciembre.

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Ante el Consejo de Estado, Gorbachov no ha criticado las modalidades de esta reforma, tan radical como arriesgada (que uno de sus consejeros más próximos ha calificado de suicida), pero ha deplorado que haya sido sólo Rusia la que se haya lanzado por este camino sin preocuparse de los efectos que puede provocar esta radical alteración en "el espacio económico común". Borís Yeltsin no ha replicado. Repite hasta la saciedad que no busca una nueva guerra contra Gorbachov, al tiempo que hace saber a toda Rusia, a través de Vremia, que ni es su amigo "ni jamás ha bebido vodka con él". Lo que el presidente de Rusia está poniendo en práctica es la huida hacia adelante, porque tampoco él puede contar con sus tropas, bastante poco disciplinadas. Salió vencedor de las elecciones presidenciales en tanto que candidato de la coalición Rusia Democrática, cimentada únicamente por su oposición al aparato del PCUS. Tras el fallido golpe del mes de agosto, este excelente adversario ha desaparecido con frecuencia, y cada cual tira hacia su lado de la manta. Ya no es sólo la URSS la que carece de Gobierno; la misma Rusia espera que Yeltsin forme un equipo y que no se limite a acumular todos los poderes en sus manos (es, al mismo tiempo, presidente y primer ministro). Sus métodos de gobierno y sus pruebas de fuerza en el Cáucaso están siendo condenados ya por el Parlamento ruso, y no gustan ni siquiera en Moscú.

Por su parte, el bullicioso líder ruso invita a sus partidarios a formar el "partido para el apoyo de la reforma". Pero tales proyectos fueron ya formulados el verano pasado por Edvard Shevardnadze y por Alexandr YákovIev, y no han tenido continuación. Lo cierto es que la popularidad de Borís Yeltsin, tras haber alcanzado su apogeo en el mes de agosto, no cesa de diluirse, y no parece que vaya a ser inmediata la aparición en Rusia de un partido yeltsiniano.

En el Consejo de Estado del 4 de noviembre, el presidente, al tiempo que reconocía que había obrado con precipitación, aceptaba un compromiso: Grigori YavIinski, responsable de la economía en lo que queda del Gobierno central, presentará próximamente -en una semana según se dice- el texto de una reforma aplicable en todo el espacio económico común. Y se acepta igualmente otro compromiso referente al Ministerio de Asuntos Exteriores: Yeltsin había decretado su virtual liquidación y la reducción del 90% de sus efectivos; por ahora, no obstante, el viejo MID sobrevivirá bajo otro nombre (Consejo de Ministros de Asuntos Extranjeros) y no perderá más que un 33% de sus diplomáticos. Se habla también, e incluso mucho, del papel del Ministerio de Defensa, el más dificil dé compartir o de reducir. Pero nada se ha filtrado de las decisiones del Consejo de Estado.

Esta discreción se explica probablemente por la dificultad de llegar a un acuerdo antes de las elecciones presidenciales del 1 de diciembre en Ucrania. Por el momento, el presidente saliente, Leonid Kravtchuk, afirma que su república necesita un ejército de 400.000 hombres para sentirse realmente soberana. Si sale reelegido, probablemente se volverá más flexible y dejará de dar un mal ejemplo a las demás repúblicas, que, a excepción de Azerbaiyán, no pretenden por ahora formar sus propias fuerzas armadas. Mientras tanto, la fiebre nacionalista en Ucrania es tal que la popularidad de Kravtchuk sube como la espuma gracias a una nueva ley que prevé 10 años de cárcel para quienes cuestionen la intangibilidad de las actuales fronteras de Ucrania. Es como meter el dedo en el ojo de los rusos que se agitan en Crimea o en Odesa. Pero es también como una involuntaria invocación de los insolubles problemas fronterizos que van a plantearse entre Rusia y Ucrania en ausencia de un nuevo Tratado de la Unión.

K. S. Karol es periodista francés especializado en la Europa del Este. Traducción: J. M. Revuelta.

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