El aura del arquitecto

La década de los ochenta ha constituido, sin discusión, espectacularmente, el tiempo de renacimiento de la arquitectura española. Ni la narrativa, sobre la que se han lanzado guirnaldas; ni el diseño, sobre el que se ha forjado una mitología doméstica; ni el cine, los conjuntos musicales o el arte de exportar frutas de invernadero, han conocido un desarrollo más sólido. La belleza de mayor entidad nacional se encuentra, en buena parte, concentrada en la nueva estética de la construcción. A ello ha colaborado sin duda el amparo de encargos públicos que han buscado enaltecer gestión con obras re...

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La década de los ochenta ha constituido, sin discusión, espectacularmente, el tiempo de renacimiento de la arquitectura española. Ni la narrativa, sobre la que se han lanzado guirnaldas; ni el diseño, sobre el que se ha forjado una mitología doméstica; ni el cine, los conjuntos musicales o el arte de exportar frutas de invernadero, han conocido un desarrollo más sólido. La belleza de mayor entidad nacional se encuentra, en buena parte, concentrada en la nueva estética de la construcción. A ello ha colaborado sin duda el amparo de encargos públicos que han buscado enaltecer gestión con obras representativas, pero, eso dicho, no cabe duda que el cimiento de la nueva edificación, repetidamente digna, es efecto de una formación profesional -enriquecida exteriormente- que ha unido los caracteres de la ingeniería a los de la imaginación.Durante años, los arquitectos de aquí se han roto los sesos discutiendo sobre su identidad. ¿Técnicos o artistas? Finalmente, mediando la ocasión de edificar con confianza y márgenes de libertad, la síntesis se ha condensado en obras de un porte y número que apenas encuentra correlato en otro país europeo.

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No importa que cohabiten estilos diferentes. Sobre casi todos ellos planea una mano de honestidad basada en la herencia de maestros como Sáenz de Oiza, Bohígas, Moneo, Navarro Baldeweg o Fernández Alba, y jóvenes discípulos preparados y lúcidos. La ciudad española, demacrada por las deforestaciones urbanas de los años sesenta, ha comenzado un proceso de redención. La marcha es lenta y lo feo todavía poderoso, pero no pocos de los nuevos edificios se han erigido tanto en referentes de buen tino como en terminantes denuncias de lo preexistente.

Día a día, a lo ancho del Estado se va izando un nuevo estado plástico. El ciudadano ha ganado, entre el repertorio para complacer la mirada, el suceso del edificio singular. Unas veces provocador, otras esmerado, casi siemprecapaz -aparte la inevitable excrecencia- de suscitar una desconocida curiosidad popular por el oficio y la obra del arquitecto. Puestos a arriesgar en el pronóstico, ni siquiera un novelista o un corredor de coches encontraría hoy tantas facilidades para conseguir seducir al amante o la amante ideal como esa figura, medio artista medio supertécnico contemporáneo, vestido de sport, rico y despierto, como tiende a ser hoy el arquetipo del arquitecto.

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