Editorial:

Cambios sin autocrítica

LA DECISIÓN del ministro de Economía de anticipar un año la liberalización del movimiento de capitales y la supresión de aranceles debe ser bien recibida, ya que dichas propuestas son coherentes con la pretensión de converger con los países centrales de la CE y, por tanto, necesarias para abordar el reto inmediato del mercado único. Un examen reposado de lo anunciado por Solchaga en el Congreso de los Diputados indica, sin embargo, que su eficacia será mucho más limitada que el impacto efectista que ha tenido. La economía española ya había alcanzado un amplio grado de liberalización con los pa...

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LA DECISIÓN del ministro de Economía de anticipar un año la liberalización del movimiento de capitales y la supresión de aranceles debe ser bien recibida, ya que dichas propuestas son coherentes con la pretensión de converger con los países centrales de la CE y, por tanto, necesarias para abordar el reto inmediato del mercado único. Un examen reposado de lo anunciado por Solchaga en el Congreso de los Diputados indica, sin embargo, que su eficacia será mucho más limitada que el impacto efectista que ha tenido. La economía española ya había alcanzado un amplio grado de liberalización con los países de la CE, con los que se realiza la mayor parte de nuestros intercambios.No es probable que la liberalización añadida de capitales produzca grandes cambios a corto plazo. Muy pocos inversores correrán a abrir cuentas en el extranjero, donde los tipos de interés son mucho más bajos. Igualmente parece dificil pensar que se produzca un aluvión de peticiones de créditos al exterior por parte de ciudadanos españoles que se arriesguen a endeudarse fuera, ya que a las ventajas de encontrar un precio del dinero más favorable habrá que contraponer los riesgos de las fluctuaciones del tipo de cambio, especialmente peligrosas en relación a los países no pertenecientes a la CE, y las dificultades administrativas de estos trámites. Seguramente, el aspecto más relevante de la medida sea el de los efectos que tenga para las empresas. Al eliminarse el requisito sobre endeudamiento (hasta ahora un máximo de 1.500 millones y por un plazo mínimo de tres años) se contribuye a reducir los costes financieros de las sociedades españolas.

Si el alcance de las nuevas propuestas liberalizadoras es tan limitado, ¿cuál es entonces el contenido de la política económica actual o futura del Gobierno? Agotado el instrumento de la estrategia monetaria, por la progresiva integración de España a la disciplina cambiarla de la CE; reducido al mínimo el margen de maniobra de la política presupuestaria, tras descubrirse el descontrol en ingresos y gastos que forzó el reciente recorte de más de 300.000 millones de pesetas y tras el Fiasco de la política de rentas al frustrarse el pacto social de progreso, el margen de maniobra de Solchaga se ha reducido notablemente.

Quizá la adversidad es la que ha impulsado el tenaz voluntarismo del responsable de la economía española para buscar nuevos caminos mediante los que conseguir sus objetivos de convergencia con los países centrales de la CE. En el caso del titular de Economía no cabe hablar de parón gubernativo: las recientes medidas liberalizadoras tienen la virtud de mostrar muy a las claras los irrenunciables objetivos de los responsables económicos. En definitiva, se ha considerado que eran las únicas armas disponibles para aplicar un ajuste deseado que no se pudo ejecutar ante la incapacidad de restringir el gasto público en lo previsto.

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Sin embargo, pese a la coherencia teórica de esta política, sorprende un tanto que España pretenda ir por delante de otros países, como Francia, en su liberalización cuando, por otra parte, en los últimos meses no se ha registrado ninguna mejora sustancial de los indicadores económicos básicos (inflación, déficit exterior, tipos de interés) y sí, en cambio, un empeoramiento significativo del déficit público. Por lo que respecta a este último, es paradójico el cambio en los objetivos sin el menor aspaviento, sin una explicación profunda de lo descubierto en las arcas del Estado desde el mes de julio acá. De perseguir un déficit público cero para 1992 se ha pasado, durante el verano, primero al 1,5% y ahora ya se habla del 2%. No deja de asombrar el cambio de discurso empleado por el propio presidente del Gobierno para justificar este viraje al afirmar que no estaba dispuesto a recortar la política social. Quizá sería más exacto admitir que la explosión deficitaria proviene en mayor medida de fallos en la política de recaudación fiscal y de una imprevista escalada del gasto (intereses de la deuda, sanidad, gastos por desempleo). Lo más inquietante de este cambio sin autocrítica es que la renuncia al déficit cero se efectúa sin afectar a los gastos corrientes, sacrificando muy seriamente, en cambio, la inversión pública -tan necesaria para reducir el importante déficit de capital público respecto a nuestros socios comunitarios- e incrementando la presión de la imposición indirecta, con los consiguientes riesgos inflacionistas.

Pocas referencias ha hecho el ministro a la eficacia de la gestión fiscal y presupuestaria, ni tampoco a la represión del fraude fiscal. En esta ocasión, la lucha contra la inflación quedó relegada a un papel secundario. Asombroso resulta el que a estas alturas del milenio todavía se tenga que realizar un estudio para conocer la política de precios en determinados sectores. La aceptación que mayoritariamente han mostrado los grupos parlamentarios a esa definición de intenciones del Gobierno debería aprovecharse y extender la voluntad de consenso a sindicatos y patronal. La moderación reclamada de rentas salariales y la canalización reinversora de los excedentes empresariales son piezas esenciales para las previsiones. En todo caso, la estabilidad social que el país necesita en los próximos años lo aconseja. Es de sentido común.

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