Tribuna:

Ya no son como antes

Ya no se hacen películas como aquéllas. La nostalgia debe verse siempre moderada por el entusiasmo expectante ante lo que está en cada momento a punto de ocurrir.Frank Capra fue uno de los grandes creadores de la gran comedia, americana junto con Preston Sturges, Howard Hawks y tantos. Se distinguió de todos, sin embargo, por la dimensión de su fe en la humanidad, que sin duda estaba muy recomendada en, un descendiente de italianos, inmigrantes, o inmigrante él mismo, de antes de la depresión. Creía en el paraíso, en la bondad natural e inevitable del ser humano, en la democracia, en que la vi...

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Ya no se hacen películas como aquéllas. La nostalgia debe verse siempre moderada por el entusiasmo expectante ante lo que está en cada momento a punto de ocurrir.Frank Capra fue uno de los grandes creadores de la gran comedia, americana junto con Preston Sturges, Howard Hawks y tantos. Se distinguió de todos, sin embargo, por la dimensión de su fe en la humanidad, que sin duda estaba muy recomendada en, un descendiente de italianos, inmigrantes, o inmigrante él mismo, de antes de la depresión. Creía en el paraíso, en la bondad natural e inevitable del ser humano, en la democracia, en que la virtud y, las buenas obras son mucho más que un valor en el banco, es decir, en América.

Todo ello, leído así, puede resultar terrorífico; con semejante visión del mundo el desastre parecería cosa asegurada. Y, sin embargo, no era así, porque esa bondad cinematográfica, era también bondad narrativa, convicción, sentido del, ritmo, y humor a raudales. Si cualquier otro director hubiera rodado ¡Qué bello es vivir!, lo mejor habría sido echar mano al revólver como decía Goebbels, pero el que ponía en pie la hIstoria de una pequeña localidad del Medio Oeste americano, de esa ciudad que no llegó nunca a ser Pottersville gracias a la fe diamantina de un personaje encarnado por James Stewart, era Frank Capra. Jamás se volverá a hacer una película en la que salga un ángel -Henry Travers- y en la que la operación no solamente no derive en el ridículo si no que nos haga esperar impacientes el sonido de la campanita para saber que el seráfico vejete ha conseguido por fin sus alas; ¿queda alguien, acaso, capaz, que rodar en directo una intercesión divina por vía de rayo solar en bosque impenetrable, como ocurría en ¡Vive como quieras!, y no provocar suicidios en masa en la sala? Ese era Capra.

No cabe duda de que eran otros tiempos; siempre son otros tiempos. La gran comedia americana tenía entonces un contexto impagable: la recuperación de la economía tras la depresión, el júbilo patriótico de la segunda guerra cuando nadie creía que EE UU pudiera un día meterse en un desaguisado como Vietnam, una renta per capíta, unos galanes, unos teléfonos blancos, un número de automóvIles por habltante, y de teléfonos por ama de casa, que ahora ya se han generalizado a la vasta mancha del mundo occidental.

Probablemente, Capra era un cochino imperialista y un agente más o menos voluntario de la reacción más negra, pero, como ya, tras la destrucción del imperio del mal, sabemos que eso eran sólo jaculatorias a un dios menor, podemos decir respirando hondo que esa época del cine fue muy hermosa.

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