El último de una estirpe

Hace poco tiempo desaparecieron de nuestra vida musical Wilheim Kempff y Rudolf Serkin, de la misma generación que el chileno Claudio Arrau, que acaba de morir. Con Rubinstein y Horowitz, Claudio Arrau representaba toda una manera de pensar la música, propia de un grupo de grandes intérpretes del piano, entre los que también hay que contar a Walter Gieseking, que, en la misma medida que lo hiciera Arrau, empezó a modificar muchos aspectos técnicos y estilísticos en sus versiones.Arrau defendía la interpretación creadora, mientras renegaba de cualquier vanidad divista, pero los resultados queda...

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Hace poco tiempo desaparecieron de nuestra vida musical Wilheim Kempff y Rudolf Serkin, de la misma generación que el chileno Claudio Arrau, que acaba de morir. Con Rubinstein y Horowitz, Claudio Arrau representaba toda una manera de pensar la música, propia de un grupo de grandes intérpretes del piano, entre los que también hay que contar a Walter Gieseking, que, en la misma medida que lo hiciera Arrau, empezó a modificar muchos aspectos técnicos y estilísticos en sus versiones.Arrau defendía la interpretación creadora, mientras renegaba de cualquier vanidad divista, pero los resultados quedaban lejos de los de Gieseking, para emparentarse con los de Rubinstein como fantasía y con Serkin en cuanto a pulcritud de ejecución, fidelidad a una letra sin cuyo cuidado el espíritu no llega a transparentarse del todo. También en el repertorio predilecto Arrau se avecindaba a sus compañeros de generación, pues durante una última y larga etapa de su vida se basó en la gran herencia romántica, desde Beethoven hasta Brahms.

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De Beethoven nos deja Claudio Arrau grabaciones excelentes de los cinco conciertos, en colaboración con la orquesta del Concertgebow de Amsterdam, bajo la dirección de Bernard Haitink.

Sin embargo, en los años de su juventud y primera madurez Arrau abordó, en forma integral, las obras de Juan Sebastián Bach -que daba en 12 sesiones-, las de Mozart, Schubert y Weber. Incluso se interesó notablemente por la expresión musical contemporánea, pero, pasado el tiempo, sus preferencias parecieron estabilizarse en Beethoven, Schumann, Chopin y Liszt, que sabía traducir de tal manera que todo el prestigio logrado y mantenido aparece como acto de justicia.

Dictó cursos que completaban la ejemplaridad de sus recitales, recibidos por todos, público y pianistas, a modo de larga lección en la que quedaba esclarecido el porqué y el cómo de cuanto Arrau hacía, hasta lograr su sonido potente y afectivo, su mensaje de rara humanidad expresiva, su equilibrio entre la pasión y el rigor. Si ha habido un pianista en el que lo convencional no tuviera lugar, ese ha sido, probablemente, Claudio Arrau, tan convincente al comunicarnos su arte como verídico en la larga operación anterior de asumirlo.

Las grabaciones discográficas sirven hoy de importante testimonio siempre que se tomen a título orientativo, porque no hay registro sonoro, por fiel y limpio que sea, capaz de sustituir la presencia viva del artista en su acto creacional, como es el de un verdadero intérprete. Perdemos una parcela grande de verdad; se cierra un capítulo brillante que incorporó el pianismo de Chile a la mejor tradición occidental. A pesar de la edad, uno se conforma trabajosamente con la desaparición de hombres tan egregios y artistas tan auténticos como Claudio Arrau.

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