Tribuna:

La destrucción de Galicia

La representación de la cultura celta gallega en la exposición La primera Europa, que se muestra en Venecia, es una preciosa díadema de oro perteneciente al llamado tesouro de Elviña. El castro donde apareció fue el lugar ele juegos de nuestra infancia. Pero debíamos tener precaución. Justo en el ara solis había, y allí sigue, una gigantesca torre de alta tensión, con la señal disuasoria de una silueta humana quebrada por un rayo y con las patas hincadas donde suponíamos que el druida levantaba los brazos hacia la Luna el día del solsticio. Mientras el tesoro está protegid...

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La representación de la cultura celta gallega en la exposición La primera Europa, que se muestra en Venecia, es una preciosa díadema de oro perteneciente al llamado tesouro de Elviña. El castro donde apareció fue el lugar ele juegos de nuestra infancia. Pero debíamos tener precaución. Justo en el ara solis había, y allí sigue, una gigantesca torre de alta tensión, con la señal disuasoria de una silueta humana quebrada por un rayo y con las patas hincadas donde suponíamos que el druida levantaba los brazos hacia la Luna el día del solsticio. Mientras el tesoro está protegido con medidas de seguridad en vitrinas del museo coruñés de San Antón, el magnífico castro -situado a dos kilómetros escasos de la gran urbe- se desmorona en ruinas alanceado por la torre eléctrica. "¡Fíjese qué aberración!", le comenté un día a un destacado defensor de lo que queda del patrimonio histórico-artístíco galaico. Su respuesta me puso la carne de gallina."Sí. Ciertamente es una aberración. Pero la torre lo ha salvado. De no ser por ella, probablemente el castro ya estaría destruido, quién sabe si sepultado por viviendas o por un vertedero incontrolado de basuras".

Gracias a esa gran torre metálica de simbología hiriente puede uno todavía fotografiar el recinto mágico de la infancia. Pero hay otras muchas cosas que debemos apresuramos a fotografiar o a registrar con los ojos, porque ver, como dice Peter Handke, es quizá una forma de salvar. Mañana mismo debería adentrarme en La Coruña y devorar con la mirada su estampa más genuina, el perfil marinero del Parrote, el último rincón que recuerda a aquel "nido de pescadores entre peñascos", que, en palabras de Otero Pedrayo, estuvo en el origen de la ciudad, pues también esta última postal atlántica va a ser destruida en breve, sustituida por la falsa arquitectura romana con etiqueta posmoderna que satisface el ego de los nuevos cónsules gobernantes, por cierto muy preocupados también por los estragos que causan las bandadas de las indocumentadas aves inmigrantes. Uno de los últimos proyectos municipales, ya experimentado con notable éxito en Lugo, es instalar ruidosos altavoces para expulsar del casco urbano a los estorninos. Las palomas, más habituadas a la picaresca urbana, han buscado provisional refugio en las numerosas galerías despojadas de vidrios por sus propietarios, para celerar así su ruina y poder construir más altos edificios en la espléndida fachada marina de la ciudad. Por cierto, el arquitecto Andreas Christo Foroux consiguió el Prix de la Ville Medicis de 1990 por un trabajo sobre las galerías coruñesas, Desir por une ville. Menos mal. Ya que no las genuinas galerías, tendremos un libro para ilustrar a los nietos.

Pero todo esto no dejan de ser anécdotas, no sé si suficientemente expresivas, en un proceso galopante de destrucción que desmiente el tópico de una reserva noroccidental habitada por gentes conservadoras. En Galicia, a la vista de lo que sucede y de ser rigurosos con la etimología, apenas hay conservadores. Bien al contrario, da la impresión de que existe un afán mayoritario por deshacerse cuanto antes de todo aquello que merece la pena conservar. Los únicos conservadores que quedan en Galicia pasan por radicales ante la opinión pública. No es ésta la única paradoja. A medida que el mito de Galicia se agranda, y que los gobernantes llenan el vacío de sus alforjas ideológicas con el discurso de la derrotada ilustración galleguista, el rostro verdadero de la nación de los gallegos, el territorio, la madre tierra, el paisaje, se destruye, degrada o afea sin misericordia.

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"Diga usted algo de los cementerios, haga un llamamiento contra ese desastre, porque están convirtiendo los viejos cementerios románicos en ficheros de cemento", me decía apesadumbrado un anciano escritor. "Si lo hago yo, dirán que soy necrofilico". No era de extrañar su temor dado al hipócrita culto a Juvenalia que supura la parafernalia oficial. Hace dos años, las carreteras se llenaron con vallas publicitarias en las que se podía leer algo así: "Galicia progresa. No se puede hacer un país nuevo con piezas viejas". Consecuentes con el lema, los autores del trazado de una carretera se llevaron por delante el puente romano de Triacastela, sin que hasta el momento se aclarasen responsabilidades. Bien es verdad que para que se pidan responsabilidades debe existir conciencia de culpa o delito, y, no parece el caso, pues, como muy perspicazmente señaló tina autoridad local, "el puente estuvo ahí la tira de tiempo y sólo se fijaron en él ahora que lo tiramos". Más recientemente, y en esa coherente línea de renovación, otro organismo oficial promovió la demolición de un castro cerca de Porto do Son para instalar allí una estación de señales. En unas horas, una pala excavadora se zampó 2.000 años de historia, en una palpable demostración de la abismal técnica que nos separa de la Edad de Piedra.

Pero si las que afectan a los castros, puentes, monasterios, iglesias y cementerios románicos, pazos, cruceros, hórreos, casas modernista.s o galerías, son tropelías máso menos catalogadas, las que se perpetran contra los parajes naturales no del todo destrozados, y que le han dado a Galicia una identidad atractiva, cuentan únicamente con la voluntariosa oposición de grupos ecologistas mohicanos, cuyo índice acusador es a menudo silenciado o tratado con jocoso desprecio por los caciques reconvertidos. Actualmente sólo hay dos parques naturales declarados, las islas Cíes, en la ría de Vigo, y el monte Aloia, en Tu¡. Majestuosas dunas como las de Corrubedo fueron primero esquilmadas por areneros y ahora están siendo rematadas por domingueros insensatos, con absoluta desidia institucional. Las marismas de Baldalo y las gándaras de Budiño, reservas ornitológicas, son utilizadas como estercoleros, al igual que los acantilados de leyenda, como el Roncudo o el propio Finisterre, por no hablar de las montañas mágicas de Ancares y Caurel, camino de convertirse en cuadrículas asfaltadas, lo que facilita mucho el alpinismo automovilístico de los presidentes de diputación, o de la Ribeira Sacra orensana, también sin misericordia profanada.

La Administración central apuntilló de muerte la honra industrial de Galicia, sus astilleros. La Xunta se ampara ahora en la orfandad de la mano de obra de los constructores de barcos para dar vía libre y más que generosas subvenciones a dos nuevas celulosas. Una de ellas, precisamente la que utilizará procedimientos químicos en el curso del río Eume, por si no fuese suficientemente ilustrativo ese disparate que dura ya 25 años de la celulosa instalada en el corazón de la ría de Pontevedra. Como inmediata consecuencia, mientras agonizan y se repliegan los bosques autóctonos, y la industria del mueble debe importar madera, se procede a la eucaliptización masiva de los montes e incluso de tierras de cultivo.

El 70% de los municipios gallegos no tienen plan de urbanismo. Es normal que los gobernantes locales, sean canoviñas o sagastiñas, no se apresuren a poner orden, pues muchos de ellos son suministradores de material de obras o se han interesado súbitamente por el negocio de la construcción. En reciente estancia, Raymond Barre aconsejó a los presuntos conservadores gallegos que harían bien, incluso pensando en el turismo, en mimar el territorio. Le aplaudieron, porque hospitalidad sí que hay, pero a los pocos días la Xunta aprobó una normativa urbanística, para municipios sin ella, muy apta para vísperas electorales, y que se puede resumir en un único mandamiento: construir donde, cuando y como se quiera.

Es comprensible que muchos ayuntamientos recurran a las postales antiguas para ilustrar sus folletos propagandísticos. Las fotografías actuales de villas antaño armoniosas, desde Carballo a Carballiño, mostrarían un exótico parecido con los arrabales de Beirut.

Pero no nos está permitido ser apocalípticos, ni siquiera pesimistas. Todavía se puede ir a peor.

es escritor y periodista.

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