Tribuna:

México, una casa transparente ALFREDO BARANDA

El autor concibe la reforma democrática de su país como un proceso permanente que no puede olvidar el bienestar de la población y la necesaria movilización de la sociedad. En su propuesta, la democratización de México, la consolidación del pluripartidismo, no puede dejar de lado la tradición y la herencia del Partido Revolucionario Institucional, que debe, a su vez, reformarse y modernizarse.

La democracia es una casa que ha de construirse con muros transparentes, escribía Alfonso Reyes al despuntar nuestro siglo. Eran años en que México vivía una honda transformación que atraía, como i...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

El autor concibe la reforma democrática de su país como un proceso permanente que no puede olvidar el bienestar de la población y la necesaria movilización de la sociedad. En su propuesta, la democratización de México, la consolidación del pluripartidismo, no puede dejar de lado la tradición y la herencia del Partido Revolucionario Institucional, que debe, a su vez, reformarse y modernizarse.

La democracia es una casa que ha de construirse con muros transparentes, escribía Alfonso Reyes al despuntar nuestro siglo. Eran años en que México vivía una honda transformación que atraía, como imán irresistible, la imaginación y los sueños de artistas, pensadores y revolucionarios de todo el orbe. Un mundo efervescente en el cual, como más tarde afirmaría Luis Buñuel, "cabía todo el tiempo y todo, a la vez, estaba ocurriendo".Ese mundo ha cobrado renovada vigencia. El país que surgió de la revolución hoy adquiere nuevos perfiles: una sociedad urbana, activa y militante, compuesta en su mayoría por jóvenes, empieza a sobreponerse -sin sustituirlos- a los grupos y sectores que configuran el México tradicional y profundo; una red de instituciones políticas y económicas, cada vez más compleja, comienza a mostrarse insuficiente ante las crecientes necesidades de la dinámica social desatada por el propio impulso revolucionario; finalmente, en lógica correspondencia, las modificaciones del panorama internacional -que ejemplifica el espíritu de nuestra época- acreditan un proceso de cambio interno que no sólo marca el sentido de la vida moderna de los mexicanos, sino la evolución previsible de sus modelos y valores y, en forma determinante, de su cultura política.

El principio que preside el cambio en México es, sin duda alguna, el de la democracia, esa casa transparente que intenta edificar la sociedad mexicana mediante un vasto esfuerzo comunitario, no siempre bien comprendido -y menos asimilado- por quienes prefieren desempeñar el papel de jueces implacables y no el de analistas objetivos de realidades políticas con tanta riqueza de peculiaridades y matices.

Un orden conceptual

Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

En un orden conceptual, conviene precisar que la democracia no es una voz unívoca que, como las buenas o las malas abstracciones, vale por igual para todos los países en todos los momentos. O para decirlo en términos de Norberto Bobbio: no hay una historia universal, sino el conjunto de las historias de las naciones. Como fenómeno histórico, la democracia no puede trasplantarse en forma mecánica a las sociedades; en cambio, son las condiciones específicas y los sentimientos propios de las naciones el fundamento que la sostiene. Idiosincrasia, tradición política o modelo cultural son elementos indispensables para el establecimiento y consolidación de un estilo de vida democrática.

En el caso de México, por ejemplo, el avance social que produjo la revolución ha creado nuevos requerimientos de participación política que deben afrontar y resolver las organizaciones, los partidos y las instituciones políticas. En este campo se encuentra, notoriamente, uno de los ejes de la democracia mexicana: la modernización política mediante una necesaria reforma del Estado cuyo propósito central es el nuevo diseño de su estructura y la ampliación de su contenido social.

El sistema político mexicano nació de la necesidad histórica. El proceso democrático, por ende, no puede encararse como si se tratase de un desmantelamiento de instituciones: exige más bien la suma social y la incorporación consecuente de los intereses comunitarios. La dinámica de la sociedad mexicana, multiplicada sobre todo en los últimos años, se mueve en esa dirección y requiere, en consecuencia, mayores cauces partidistas y no su anulación.

Construir una casa de muros transparentes reclama una población en constante movimiento. Así, la democracia no puede ser un fin en sí mismo, un proyecto ideológico que desaparece al realizarse. No una vez, perfecta y para siempre, como una Arcadia clásica aquí en la Tierra. Es imposible encontrar a Pericles en Albacete o dialogando con Netzahualcoyotl. Para esa sociedad en marcha, la vida democrática es un instrumento de lucha y de reivindicaciones cotidianas destinado a impulsar el desarrollo y el bienestar general, tal como prevé en su artículo tercero la Constitución de la República.

El que anda, decía Machado, corre el riesgo de toparse con la vida. Y con una estructura de problemas que, en el caso mexicano, obligan a volver a pensar en el país como una realidad novedosa que demanda, también, nuevas explicaciones. En tres ámbitos principales, los muros transparentes dejan ver la necesidad de encontrar respuestas: una democracia que no se convierta en rehén del desarrollo o de las insuficiencias y rezagos productivos; una democracia que favorezca la relación entre el individuo y el Estado y elimine los extremos indeseables del autoritarismo y del letargo comunitario; por último, una democracia que afirme la legitimidad del paradigma de la cultura política de los mexicanos en un mundo en transición.

El decenio de los ochenta representó para la mayoría de las naciones latinoamericanas un resurgimiento de la democracia, contrastado, a su vez, por la profundización de los problemas económicos y de los atrasos seculares. En una mezcla explosiva, la pobreza se convirtió rápidamente en el principal freno de los impulsos democráticos nacientes. En algunos casos, incluso, la enérgica aplicación de políticas económicas rígidas alimentó los desequilibrios y añadió nuevos obstáculos a la gestión y a la propia permanencia en el poder de diversos Gobiernos.

El desafío

Para México en especial, esta cuestión ha significado uno de sus mayores desafíos: es imposible afirmar los cimientos de una sociedad democrática en el suelo movedizo de la desigualdad; en sentido inverso, el Estado propietario, en el que la rectoría económica se confundía fácilmente con un paternalismo paralizante, representaba una omnipresencia que inhibía la acción productiva de la comunidad y sus responsabilidades en el conjunto del proyecto nacional. A ello obedece la decisión de inscribir la reforma del Estado en el marco preciso que refiere al respecto la Constitución: un Estaco justo que regule la vida económica, pero que no suplante la gestión de los particulares, reservándose para sí, naturalmente, los sectores estratégicos.

A este elemento de la construcción democrática hay que agregar el que, a juicio de numerosos analistas, constituye la clave de la participación de la sociedad civil, es decir, el juego de los partidos políticos. En México, la modernización institucional pasa por necesidad a través de una más efectiva acción partidista. A menudo se insiste, además, en que la democracia sólo puede nutrirse y justificarse con derrotas del Partido Revolucionario Institucional (PRI), en el Gobierno. Hay que reconocer, sin embargo, que para el PRI resultaría. imposible convertirse, en obsequio a los deseos de sus críticos, en el mejor partido mexicano de oposición. En todo caso, resulta evidente que la credibilidad interna e internacional del proceso democrático -más allá de la técnica electoral- incluye la reforma y la modernización del PRI.

A pesar de la enorme importancia que este tema ha adquirido en los últimos tiempos, lo cierto es que el asunto de fondo trasciende al partido en el poder. Se trata de detener lo que no sólo en México, sino también en otros países, empieza a aparecer como una cuestión inquietante: la democracia de las inmensas minorías. Ante la extrema dificultad para encauzar la fuerza social hacia los partidos, éstos tienen la obligación de marchar al encuentro de una sociedad que comienza a dar muestras de fatiga y busca replegarse hacia sus invernaderos. Las organizaciones políticas deben hacerse más flexibles y facilitar la reinserción de los distintos actores sociales. Esta tarea iguala a los partidos y los obliga a imaginar las fórmulas de emisión y captación del sufragio que mejor se adapten -independientemente de respeto necesario e irrestricto al sufragio- a esta nueva y paradójica realidad.

Llego, por último, al tercer ámbito de la casa transparente: el panorama de los cambios a escala mundial. Los acontecimientos más recientes en el orden de las relaciones internacionales hacen prever no sólo un fenómeno de globalización, sino, principalmente, una transformación de concepciones que sobrepasan los espacios económicos y políticos que empiezan a dibujar el nuevo milenio. Me refiero a la tendencia, cada vez más notoria, hacia una homogeneidad artificiosa de modelos culturales y, en particular, de los valores que explican el ser político e histórico de las naciones. Esto es particularmente importante para países que, como España y México, han hecho de su historia una antología de la vida. Sus identidades más antiguas, sabias y profundas representan, de hecho, el primer círculo de seguridad de su soberanía y la inserción de las dos naciones en escenarios de gran competencia -España, en la Comunidad Europea, y México, como parte de un acuerdo norteamericano de libre comercio- no debe preocupar en términos de una pérdida de valores esenciales. Las culturas y las naciones no florecen en el aislamiento; las nuestras, por el contrario, se han robustecido en el diálogo y en la comunicación. El riesgo no está, pues, en la existencia de diferencias, sino en la imposición arbitrarla y forzada de igualdades.

Las relaciones de poder

Un mundo de relaciones de poder concentradas significa, para nuestros países, la necesidad de afianzar los principios políticos que los definen: no una sola democracia que identifique a todas, sino la convivencia respetuosa de las democracias, que favorezca la preservación de sus ricas peculiaridades. Sólo así la casa transparente de México podrá, en efecto, dejar ver a los demás, y primero que todo a los amigos, la fructífera vida interior de sus habitantes. Y, como siempre, a su lado tendrá sitio privilegiado la España que transitó entre sombras hacia su propia transparencia, con el apoyo y la simpatía del pueblo mexicano.

es secretario de finanzas del Partido Revolucionario Institucional.

Archivado En