Crítica:CINE: 'EL FIN DE LA NOCHE'

Paternidad y muerte

Hay una imagen que fluye viva y se aventura por debajo de los siglos. Procede, como todas las de esta especie eterna, de un mito ancestral y, como la de Edipo, la de Medea o la de Electra, se ha convertido, a lo largo de la evolución de nuestra cultura, en cristalización de algunos comportamientos cotidianos de la gente común y de pulsiones ocultas o excepciones escondidas de lo considerado como norma. Es la imagen del padre Saturno devorando a sus hijos. El británico, afincado desde hace unos anos en Nueva York, Keith MeNally, en este su primer largometraje, El fin de la noche, ...

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Hay una imagen que fluye viva y se aventura por debajo de los siglos. Procede, como todas las de esta especie eterna, de un mito ancestral y, como la de Edipo, la de Medea o la de Electra, se ha convertido, a lo largo de la evolución de nuestra cultura, en cristalización de algunos comportamientos cotidianos de la gente común y de pulsiones ocultas o excepciones escondidas de lo considerado como norma. Es la imagen del padre Saturno devorando a sus hijos. El británico, afincado desde hace unos anos en Nueva York, Keith MeNally, en este su primer largometraje, El fin de la noche, ha invertido con audacia ese mito y lo ha hecho materia de su singular relato: Saturno es aquí no el devorador sino el devorado por el hijo o, en palabras más a ras de suelo, una singularización de la secreta tragedia que esconde la alegría de la paternidad.Así cuenta McNally el origen y el fondo de su película:. "Con cada uno de los hijos que dio a luz mi mujer, tuve progresivamente el sentimiento de estar relegado al olvido. Aunque esta sensación no fue desde luego sorprendente, sin embargo me perturbó hasta tal punto que sentí la necesidad urgente de escribir sobre ello". De esta autobiográfica sensación carencial, provocada por la inminencia de la paternidad, Keith McNally elaboró una idea argumental muy directa y verista; y a partir de ella compuso un hermoso y profundo guión cinematográfico (McNally procede de la escritura teatral y sabe cómo hacer hablar y comportarse a sus personajes) que más tarde rodó, en blanco y negro y con presupuesto muy pequeño, en aceras, callejones e interiores naturales neoyorquinos admirablemente capturados por la penetrante cámara de Tom Dicillo.

El fin de la noche

Dirección y guión: Keith McNally. Fotografía: Tom Dicillo. Música, Jurgen Knieper. Estados Unidos, 199). Intérpretes: Eric Mitchell, Audre, Maison, Nathalle Devaux. Estreno en Madrid: cine Renoir.

El umbral de la muerte

El resultado es más que notable. La película es todavía formalmente balbuciente, insegura en algunos trazos y, se le nota a primera mirada. Hay en ella arritmias a flor de piel en la secuencia y algunas imprecisiones en los encuadres y sobre todo en la duración de las tomas, que con frecuencia se quedan sin un giro final que les de un ritmo interior enteramente satisfactorio. Pero, pese a estos defectos o, más exactamente imperfecciones, probablemente inevitables en un cineasta aprendiz, la película funciona es magnífica.Se trata de una obra seria compleja, grave y que va al grano sin incurrir en retórica visual ni verbal alguna, con seca austeridad, lo que le convierte en un filme no enteramente fácil de ver, que requiere mucha concentración por parte del espectador, ya que su simplicidad y linealidad aparentes encubren en realidad un desarrollo complicado y rugoso: la mutación progresiva de la conciencia de un hombre (insuperablemente interpretado por Eric Mitchell) perturbado por la intromisión en su vida de un suceso íntimo que le supera y para el que no tiene otra respuesta que la perplejidad y la disolución final d esa su escindida conciencia. Es tamos ante un intento muy inteligente de penetrar dentro de los misterios de la paternidad vista al revés del clisé común que la convierte en un hecho forzosamente gozoso: la aparición súbita e inesperada del umbral de la muerte en el mismísimo umbral de la vida.

Filme de factura atípica, rico en ideas, con algún sabor a la primera tradición underground neoyorquina (sobre todo al estilo contundente y directo de John Casavettes), resulta original e incluso insólito dentro de la variadísima producción independiente del cine norteamericano actual. No apto para quienes busquen en la pantalla un divertido pasarratos, pero indispensable para quienes quieran asistir desde su comienzo a la carrera de Keith McNally, un joven cineasta británico que, a tenor de lo que nos dice en El fin de la noche, es evidente que tiene otras muchas cosas que decirnos en el futuro.

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