Verano del 89

Carlos Barral murió el 12 de diciembre de 1989; apenas un mes después fallecía Jaime Gil de Biedma. Juan Marsé evoca ahora secuencias de los meses de julio y agosto de 1989 en Calafell, donde los dos escritores pasaron su último verano.

Cuando se cumple un año de la muerte de Carlos Barral y de Jaime Gil de Biedma, desaparecidos ambos con merios de un mes de diferencia y la Navidad de por medio, me acuerdo de los meses de julio y agosto de 1989, de los días apacibles y luminosos de aquel verano que había de ser el último para los dos poetas amigos. Y he vuelto a ver a Jaime apoyado en s...

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Carlos Barral murió el 12 de diciembre de 1989; apenas un mes después fallecía Jaime Gil de Biedma. Juan Marsé evoca ahora secuencias de los meses de julio y agosto de 1989 en Calafell, donde los dos escritores pasaron su último verano.

Cuando se cumple un año de la muerte de Carlos Barral y de Jaime Gil de Biedma, desaparecidos ambos con merios de un mes de diferencia y la Navidad de por medio, me acuerdo de los meses de julio y agosto de 1989, de los días apacibles y luminosos de aquel verano que había de ser el último para los dos poetas amigos. Y he vuelto a ver a Jaime apoyado en su bastón y parado sobre el césped, un día que se aventuró solo y ya desvalido por el jardín, escrutando por entre los pinos y más allá del huerto de Joaquina la reverberación festiva del mar a lo lejos, enumerando tal vez la espuma lenta y desasosegada de las olas y de los recuerdos, de los sueños y de la Vida. que ya se le estaba yendo. Y he vuelto a ver a Carlos caminando descalzo por la playa y luego sentado en ,a terraza de L'Espineta, apagando la brasa del cigarrillo en la planta callosa del pie desnudo y escrutando desde :mucho más cerca y con furia contenida ese mismo mar, ese mismo sueño corrompido de la infancia y ese mismo desasosiego de la vida.Asistido en todo momento por Josep Madem y rodeado de las atenciones y el cariño de todos los amigos, Jaime Gil se alojó ese verano en mi casa de Calafell. Pasaba muchas horas sentado en el jardín, a la sombra del ;algarrobo de tres troncos ceñidos por una efusión de flores, con su batín y su copa de cava, leyendo a ratos pero sin poner mucha atención, con la mirada descreída y una gestualidad desganada al pasar las hojas del libro -un libro estrambótico y patriotero que había encontrado en un estante de mi estudio junto con otras rarezas, y que hizo reír a Carlos cuando lo vio en sus manos: Bailando hasta la Cruz del Sur, de Rafael García Serrano. Había pensado Jaime que aquella prosa artillera al servicio de la Sección Femenina y del Régimen podría tal vez divertirle, pero en realidad lo aburrió y lo irritó. Cerraba el libro a menudo y entonces sus ojos claros, velados por una fatiga indecible, vagaban mirando nada hasta posarse .n los cigarrillos o en la copa de cava, que su mano tanteaba sobre la mesa, sin dar con ella: la vista le engañaba, erraba las distancias y las formas. Fumaba muchos cigarrillos y comía cantidades asombrosas de yogurs que Josep y Joaquina fabricaban incesantemente en una yogurtera. Se encontraba Jaime en una fase avanzada de la enfermedad, tenía problemas de equilibrio y alguna ocasional dificultad en el habla: él, que había sido el más ingenioso, inteligente y divertido conversador que yo haya conocido. Pero estaba animado y lúcido m la mayor parte del tiempo, disfrutaba con los aperitivos y las comidas m el jardín en compañía de los amigos, con el cava y las golosinas, con las visitas de Carlos e Yvonne, de Ana María Moix y Rosa Sender, y no pensábamos, o no queríamos pensar, en la crisis terminal que sólo unos meses después, en Barcelona, había de postrarle definitivamente.Puedo fijar la imagen y estamos otra vez sentados bajo el algarrobo, Carlos y los demás bebiendo vino en vasitos pequeños, Jaime saboreando su cava con parsimonia, receloso del vigor ya inestable de su mano y de un sistema nervioso que empezaba a no controlar. Vuelvo a ver a los dos poetas amigos repentinamente extraviados en la sonoridad fabulosa de una palabra, de una frase pronunciada como al azar, inconclusa y aparentemente sin sentido que a Jaime se le queda a medias en la boca, que no acierta a expresar, una palabra que ahora mastica como si fuera una ceniza amarga, y puedo tropezarme otra vez con la mirada estremecida de

Presagios funestosCarlos solía pasar por casa para charlar un rato y tomarse unos vinos, venía al mediodía o al caer la tarde caminando desde su casa de la playa en compañía de Yvonne, que siempre le traía a Jaime pasteles o lionesas. Se adentraban en el jardín llamando a voces. Carlos, siempre descalzo con su bastón y su gorra de capitán, la camisa caqui desabrochada con los faldones atados a la cintura, erguido, frágil, un poco jadeante, un poco angustiado, fatigado por la subida de la cuesta y por quién sabe qué presagios funestos. Era de naturaleza aprensiva, y la decadencia física del amigo podía afectarle a veces de forma repentina y entonces la angustia se reflejaba en su cara. En tales ocasiones conseguía vencer esa angustia dejando asomar el personaje entrañable y mitológico que llevaba dentro, ayudándose con aquella artificiosa elegancia verbal y gestual que algunos habían llegado a confundir con la impertinencia y esgrimiendo toda clase de artimañas para imponer una conversación irreal y agradecida, poniendo a Jaime a salvo -y, de paso, a sí mismo- de la ignominia del paso del tiempo y de los achaques de la mente, de la propia enfermedad y de la muerte. Quién iba a imaginar, viéndole así, que nos dejaría antes que Jaime.

Por aquellos días Carlos trabajaba en los primeros capítulos de lo que tenían que ser sus memorías de infancia, y solía hablamos de las lecturas que le estimulaban y de otro proyecto momentánemente aparcado, una novela. Recuerdo cuán delicadamente exponía a la consideración de Jaime determinados recovecos de la memoria infantil que a él se le antojaban espejismos, ensoñaciones tal vez del subconsciente, deseos frustrados o remotas adherencias de anhelos ajenos o de vidas imaginadas, y recuerdo cómo recababa luego su opinión sobre tal o cuál sentimiento, en un afán inútil, casi patético, por azuzar y despertar el interés emocional e intelectual del amigo enfermo, hacer brillar de nuevo aquella hermosa inteligencia y aquella sensibilidad de Jaime que tantas veces, durante tantos años, en parecidas ocasiones de armigable conversación y de copas, nos había deslumbrado: el arte de conocer y analizar sinceramente las relaciones de uno consigo mismo y con los demás, el arte de vivir, en Fin, un arte difícil y hermoso ya para siempre asociado a Jaime...

He intentado sin éxito establecer un orden cronológico de estas jornadas en Calaféll, un encadenado lógico de secuencias atribuladas cuyo tema central sería la muerte de doble faz, la previsible de Jaime y la enmascarada de Carlos, y he vuelto a sentir aquella impotencia y aquel desconcierto que me invadía a ratos junto a Jaime aquellos días al verlo de pronto no sé si tan ensimismado o justamente lo contrario: tan ausente de sí mismo, tan relegado al olvido, diríase que por decisión propia y sin pesadumbre. Quizá no era más que una forma de consuelo que yo me busqué. Llegó después el otoño y el súbito desenlace. En su casa de Barcelona, un mediodía de diciembre, Jaime recibió de labios de Josep Madem la noticia de la muerte de Carlos y mostró cierta perplejidad, pero no hizo ningún comentario, tal vez -dijo después Josep- porque ya no se daba exacta cuenta de las cosas. Ciertamente, por la noche ya no se acordaba. Sentado frente al televisor, le comentó a Josep cuando éste volvía del trabajo: "En las noticias acaban de decir que Carlos se ha muerto". Fue lo único que dijo, y tampoco ahora pareció acusar el golpe, como si él ya hubiera asumido esta desolación ungiéndola a la que no tardaría en venir.

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