Tribuna:

Presérvate, presérvale

Parecen curiosos los efectos imprevistos de la campaña gubernamental sobre la preservación de la juventud, que tantas iras obispales está provocando. Su objetivo manifiesto parecía ser comunicar con los jóvenes, y para ello se eligió un estilo hortera y ramplón, en la errónea creencia de que para influir en los jóvenes hay que imitar su misma jerigonza (ignorando que el poder, necesariamente adulto, pierde toda autoridad moral cuando parodia la complicidad más pueril). Por ello, parece cuando menos dudoso que el mensaje preservador produzca suficientes efectos sobre sus destinatarios juveniles...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Parecen curiosos los efectos imprevistos de la campaña gubernamental sobre la preservación de la juventud, que tantas iras obispales está provocando. Su objetivo manifiesto parecía ser comunicar con los jóvenes, y para ello se eligió un estilo hortera y ramplón, en la errónea creencia de que para influir en los jóvenes hay que imitar su misma jerigonza (ignorando que el poder, necesariamente adulto, pierde toda autoridad moral cuando parodia la complicidad más pueril). Por ello, parece cuando menos dudoso que el mensaje preservador produzca suficientes efectos sobre sus destinatarios juveniles, que permanecerán más sordos que escépticos ante él, probablemente. En cambio, no sucede así con el poderoso efecto que está provocando sobre el resto de la audiencia presente, a la que el mensaje no le estaba destinado: los obispos y los padres de los adolescentes sí se han dejado impresionar por el provocativo desplante que su contenido les supone. Y en este sentido, a través de estos terceros interpuestos, puede que el mensaje consiga llegar indirectamente a sus destinatarios naturales. Cabe, en efecto, que los jóvenes, sin dejarse impresionar apenas por la campaña gubernamental, sí se sientan afectados, en cambio, por la retrógrada reacción de obispos y de padres. Luego el coste de la campaña habrá servido, después de todo, para algo. ¿Será ésta una prueba de gubernamental maquiavelismo: la de provocar a los obispos para llamar así la atención indirectamente de los jóvenes más apáticos y curados de espanto? Claro que, puestos a buscar destinatarios ocultos de la campaña, puede que su tácito objetivo latente no resida ni en los jóvenes ni en sus padres ni en los obispos, sino en las propias bases electorales del partido socialista, que a veces dudan del carácter progresista del comportamiento gubernamental. Así, la ritual provocación figurada de los obispos serviría de malicioso guiño dirigido a los votantes, en el sobreentendido de que seguimos estando donde siempre, pues con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho, ya que ladran luego cabalgamos.Ahora bien, ¿por qué han sido tan ingenuos los obispos al caer en la trampa de sentirse provocados? ¿Por qué habría de soliviantarles más una mera retórica semántica, por muy ramplona u hortera que resulte, que los recortes a los privilegios históricos que disfrutaban sobre la enseñanza? Todo parece indicar que se trata de un caso de mala conciencia. Sencillamente, a los responsables morales de los jóvenes, que son sus padres y la Iglesia en la que éstos delegaban, les molesta que la campaña del Gobierno les recuerde su absoluto fracaso en el ejercicio de su responsabilidad moral. En efecto, si el Gobierno se ve obligado a pedir a los jóvenes que usen profilácticos es porque éstos incumplen públicamente el imperativo de castidad impuesto por la Iglesia y la familia. Son de hecho los padres y los sacerdotes quienes se han visto obligados a permitir la promiscuidad sexual de los jóvenes, ya que no han sabido impedirla ni prevenirla. Y es por eso el Gobierno, ante el fracaso evidente de quienes eran los responsables morales de los jóvenes, el que se ve ahora obligado a remediar profilácticamente la permisividad sexual otorgada de hecho por los padres. Y por eso las familias y la Iglesia descargan su culpabilidad sobre el gubernamental mensajero que difunde y trata de reparar el resultado de semejante dejación de responsabilidades. Sin embargo, conviene recordar en justicia que la responsabilidad por la promiscuidad juvenil no es del Gobierno, sino de la familia y de la Iglesia. Pues sucede, además, que si bien la responsabilidad es paterna y eclesiástica, la solución ya no puede venir ni de los padres ni de la Iglesia, que ya han perdido toda su influencia sobre la juventud, quien no les otorga crédito por no merecerle suficiente credibilidad. Por eso el Gobierno, en nombre del interés público, debe acudir a restañar tamaña dejación de responsabilidad, sin preocuparse de la hipocresía con que los irresponsables intentan blanquear su mala conciencia.

Pero hay más. En realidad, el significado de la campaña ("presérvate") viene a recordar a los jóvenes que ya son perfectamente capaces de autopreservarse a sí mismos por su cuenta y riesgo, sin depender para ello de sacerdotes ni de familias. Lo que viene a significar el público reconocimiento de que la Iglesia ya ha perdido de hecho el monopolio sobre la preservación de la juventud del que disfrutaba, por habérselo expropiado a las familias (o haberlo delegado éstas en aquélla), con lo cual ya se ha quedado sin tarea que realizar y por tanto sin función justificatoria. De ahí el obispal teatro de rasgarse las vestiduras. Tanto más cuanto la posibilidad de autopreservación de los jóvenes ya no es solamente teórica y moral (es decir, imaginaria y subjetiva), como la que antaño administraba la Iglesia, sino ahora práctica y real, por lo que puede ser objetivamente controlada con fiable seguridad. Todo lo cual, por supuesto, es muy loable, sobre todo por el progreso modernizador que supone el que sea cada joven quien asuma personalmente la intransferible resbonsabilidad de autopreservarse, sin delegarla cómodamente en la Iglesia o en su familia.

Ahora bien, se diría que detrás de la campaña gubernamental hay una cierta ambigüedad. En efecto, cada joven debe asumir personalmente su propia autopreservación física y moral, cuyo más libre ejercicio debe ser asegurado y protegido desde el poder público. Pero si lo que se protege es el derecho individual de los jóvenes ¡a su libertad personal (una vez alcanzada su mayoría de edad), hay que reconocer entonces el pleno ejercicio de su autodeterminación personal, lo que incluye desde la práctica de la sexualidad hasta otras conductas quizá problemáticas, como puedan ser el consumo de sustancias -psicotrópicas o la negativa a la prestación obligatoria del servicio militar. Pues si se protege el derecho a la autodeterminación sexual, ¿por qué no proteger también el derecho a las demás autodeterminaciones personales, entre las que se cuentan no sólo la mili o las drogas, sino sobre todo el derecho al trabajo, el derecho a la vivienda y el derecho a formar familia?

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Por ello, puede que no se trate tanto de proteger el derecho de los jóvenes a su libertad personal, sino, mucho más pragmáticamente, de poner remedio ante lo inevitable. Ya que los curas han fracasado en su trabajo de impedir que los jóvenes quieran tener relaciones sexuales, y puesto que de todas formas las van a tener profusamente, protejámosles para que al menos no se contaminen ni se embaracen. Dicho de otro modo: nuestra sociedad se revela incapaz de facilitar la integración adulta (le los jóvenes, para los que no hay trabajo ni vivienda ni, por tanto, oportunidad de formar familia. Pero en estas condiciones no se puede conseguir la represión de la sexualidad de los jóvenes. Hace 15 años se casaban casi todos entre los 18 y los 24 años, por lo que se podía lograr que se autorreprimiesen hasta entonces. Pero hoy no pueden empezar a casarse antes de los 25 años (debido al desempleo y a la carestía de las viviendas), y no podemos esperar que sus cuerpos logren autorreprimirse hasta edades tan avanzadas. En consecuencia, se impone la necesaria permisividad sexual ante la imposibilidad de facilitarles su integración adulta.

Ahora bien, esto ha tenido una consecuencia indeseada, que ha sido la puerilización irresponsable de la sexualidad. Puesto que hay que dejar que los jóvenes tengan relaciones sexuales antes de que se hagan adultos de pleno derecho y contraigan adultas responsabilidades, el resultado ha sido que los jóvenes utilizan la sexualidad de modo no adulto y responsable, sino pueril y adolescente: como un juego de niños, incapaces de asumir ninguna responsabilidad por las consecuencias futuras de sus juguetes carnales. Por tanto, si los jóvenes así puerilizados no saben responsabilizarse de sus juegos eróticos, es el Estado quien debe velar por ellos, esterilizando sus juguetes sexuales (ya que no sabe lograr que, los jóvenes puedan tener la oportunidad de transformarse a sí mismos en adultos). Y así forrado de goma esterilizada, el sexo juvenil deviene un juguete intrascendente, inofensivo e inconsecuente: pueril. Lo cual implica un triunfo paradójico de la moral católica, al desencarnar y desnaturalizar la sexualidad, espiritualizándola y convirtiéndola en estéril, en ausencia de sus más carnales consecuencias corpóreas y materiales.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

Archivado En