Tribuna:

El regreso de Lázaro

No saben dónde han estado: tan sólo que habrían querido no volver, que pasarán el resto de sus vidas imaginando la repetición de un viaje que la próxima vez ya será definitivo, y ahora viven sin vivir del todo en sí, como Teresa de Ávila, sin pertenecer al lugar donde han vuelto, a la casa donde ya son huéspedes extraños. Sienten hacia quienes celebran su regreso una educada frialdad que sus gestos involuntariamente traslucen: su abrazo ya no es tan estrecho ni cálido, parece que no acaban de reconocer las habitaciones donde vivieron tantos años, que los objetos de su mesa y las ropas de su ar...

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No saben dónde han estado: tan sólo que habrían querido no volver, que pasarán el resto de sus vidas imaginando la repetición de un viaje que la próxima vez ya será definitivo, y ahora viven sin vivir del todo en sí, como Teresa de Ávila, sin pertenecer al lugar donde han vuelto, a la casa donde ya son huéspedes extraños. Sienten hacia quienes celebran su regreso una educada frialdad que sus gestos involuntariamente traslucen: su abrazo ya no es tan estrecho ni cálido, parece que no acaban de reconocer las habitaciones donde vivieron tantos años, que los objetos de su mesa y las ropas de su armario han dejado de ser suyos mientras estaban ausentes. Vienen del hospital, pero es como si volvieran de una de aquellas expediciones insensatas que emprendían los aventureros de Julio Verne, el profesor Otto Lindenbrock, que quiso bajar al centro de la Tierra y fue devuelto a la luz por una erupción del Stromboli, el capitán Hatteras, que se volvió loco en las llanuras de hielo del Polo Norte. Perdidos en el miedo de una inhumana lejanía quisieron desesperadamente regresar, y ahora que se encuentran de vuelta comprenden que ya no los abandonará la nostalgia del abismo donde temieron sucumbir, porque los paisajes innombrables que vieron cuando más extraviados estaban adquieren en su recuerdo una creciente claridad, una hipnosis de paraíso y de sueño que les ha cambiado hasta la expresión de los ojos. Miran y saben que su mirada no se parece a la de nadie y que las historias que cuenten no serán comprendidas, porque su viaje los llevó al otro lado de la oscuridad y el terror y las palabras son inútiles para contar lo que nadie más que uno ha visto. Son hombres y mujeres que han regresado de la proximidad o de las primeras galerías de la muerte. No pueden, nadie puede saber si han estado o no en ella: la muerte, como los territorios vírgenes donde se internaban los exploradores del siglo pasado, es una geografía de latitudes y fronteras inciertas, una región inhabitable y tal vez vacía que situamos arbitrariamente muy lejos de nosotros, en los extremos de un planisferio que la imaginación medieval pobló de bestiarios imposibles y ahora se ha convertido en un helado infierno de clínicas, de brillantes aparatos quirúrgicos y sirenas de ambulancias.Sabemos que mueren los demás, pero si en un momento de indeseada lucidez se nos ocurre pensar que también nosotros moriremos, esa certeza se nos antoja inverosímil. La muerte tiende con preferencia a suceder copiosamente en las películas y en las catástrofes de los noticiarios. Ocultarla con extremo cuidado, como las secuelas de una enfermedad vergonzosa, es menos eficaz que reducirla a una cuestión de estadística. Cada semana hay un cierto -número de muertos en accidente de tráfico, de muertos tirados contra los azulejos de un retrete con una aguja clavada en el antebrazo, de muertos a los que el corazón se les detuvo súbitamente mientras acudían al trabajo o miraban un televisor. Hasta unos segundos antes de que la muerte les llegara, vivían en el mismo mundo que nosotros: instantáneamente, al morir, pasaron a pertenecer a otro linaje de hombres, se quedaron solos, como los difuntos de Bécquer, solos y predestinados a la compasión y al olvido, al remordimiento, a la mentira, a la vana y póstuma misericordia de los extraños que manejan sus cuerpos y los llevan a los quirófanos de los hospitales o a las mesas de autopsia. El moribundo, el muerto, no es nadie: una boca abierta con un tubo de suero en la comisura de los labios, una cara deshecha bajo la sangre o inmovilizada por el desvanecimiento. Su agonía es un pitido intermitente y abstracto y un punto de luz que traza una línea convulsa en la pantalla de un ordenador. La línea se vuelve recta y el pitido continuo y ese hombre que yace bajo los focos del quirófano ya es tan inalcanzable como si se hubiera perdido en los glaciares de la Antártida.Prácticamente nadie vuelve de ese destierro. Volvió Ulises, que conversó en el Infierno con las sombras desesperadas de los héroes; volvió Eneas, de quien dice Virgillo que pudo descender a salvo a la gruta del Hades porque llevaba en su mano derecha una rama de oro. El regreso de Lázaro es el más enigmático, porque después de resucitar no hay noticia de que contara nada de lo que vio en el otro mundo. En una novela olvidada, Barrabás, Par Lagerkvist imagina a Lázaro como un hombre huraño y singularmente pálido, sobrecogido siempre por un horror que no explica, tal vez furioso en secreto contra un milagro que su misantropía se niega a agradecer: entre los vivos, hasta que muriera otra vez, Lázaro seguiría siendo un extranjero, como quien vuelve a su patria después de una ausencia que duró demasiado.Según el evangelio de san Juan, Lázaro había pasado cuatro días en la muerte. Pero parece que basta permanecer en ella unos pocos minutos para llegar al límite del viaje más hondo a que ningún hombre se ha atrevido. Con los ojos cerrados, el muerto ve las caras cubiertas con mascarillas que se inclinan sobre él. Examina los detalles de la habitación, oye conversar sobre alguien y tarda en darse cuenta de que ese cadáver del que hablan es el suyo, se ve a sí mismo tendido y desgarrado sobre la mesa de operaciones, y casi no recuerda el terror ni se explica la pesadumbre de los otros. Siente que pierde peso, que se aleja a esa velocidad ingrávida con que volamos en los sueños. Ya no escucha las voces, ya no ve más que una cóncava oscuridad sin fisuras que poco a poco se transforma en un túnel en cuyo fondo empieza tenuemente a advertirse una luz. Luego cuenta que fue entonces cuando notó que algo lo empujaba a volver y que hubiera querido resistirse, como un suicida que se ahoga y no quiere alcanzar la mano o la cuerda que le tienden, como alguien que en mitad de un sueño feliz descubre que va a empezar a despertarse y aprieta los párpados y piensa que lo daría todo por quedarse unos minutos más en el lugar que está soñando. El espejo, antes nítido, se empaña muy levemente de vaho. La línea recta que fosforecía en el monitor se estremece y se quiebra al mismo tiempo que los estetoscopios registran la inaudible onda sísmica del corazón que vuelve lentamente a latir. Bajo los párpados cerrados están moviéndose los Ojos. El que ya parecía muerto para siempre ha vuelto del otro mundo, o de la nada, o del sueño de la muerte, y cuando mire de nuevo a su alrededor y recuerde quién es, su gratitud hacia quienes lo han salvado será menos poderosa que su desengaño. Con la ensimismada cortesía de los convalecientes cuenta luego su viaje, y uno, al oírlo, al ver su cara y sus ojos y percibir la serenidad de su voz, sospecha que el miedo a morir no es más razonable que el miedo a vivir, y que la propia muerte debería ser tan sagrada como la propia vida. Lo supo Eneas, lo supo Edgar Allan Poe, pero quien mejor nos ha contado ese viaje es la música: tal vez Henry Purcell y Gabriel Fauré también pisaron en secreto el umbral de la muerte y volvieron de ella.

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