Tribuna:

¿Hacia una Europa de los sentimientos?

El autor parte del proceso tecnócrata de construcción de una unidad europea en lo económico sobre bases ideológicas dispares por países. Y lo cruza con la actual apertura del Este, cuyo asentamiento en los modelos de economía abierta va a ser muy complejo. Al final, y en el tiempo, pudiera tenderse a una Europa más de ciudadanos, culturas y sentimientos.

Europa occidental se encuentra inmersa en un proceso de unificación económica y monetaria de sus miembros -Plan Delors-, que a su vez se asientan en principios económicos dispares a tenor de la ideología gobernante en cada país. Un aspe...

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El autor parte del proceso tecnócrata de construcción de una unidad europea en lo económico sobre bases ideológicas dispares por países. Y lo cruza con la actual apertura del Este, cuyo asentamiento en los modelos de economía abierta va a ser muy complejo. Al final, y en el tiempo, pudiera tenderse a una Europa más de ciudadanos, culturas y sentimientos.

Europa occidental se encuentra inmersa en un proceso de unificación económica y monetaria de sus miembros -Plan Delors-, que a su vez se asientan en principios económicos dispares a tenor de la ideología gobernante en cada país. Un aspecto aparentemente simple como el tratamiento fiscal de las rentas de capital sigue sin solución, lo que discriminará, en tanto no se homogeneice, los movimientos de capital entre países.Y qué decir de conceptos muchos más básicos que el anterior, como, por ejemplo, el papel protagonista o subsidiario del Estado respecto del mercado, el peso del sector público, el tratamiento fiscal del ahorro o de las plusvalías. Sin entrar en otros campos como el de la movilidad de los factores de producción, sanidad, justicia o educación, en los que, asimismo, cada país es un mundo de acuerdo con la ideología del partido que gobierna.

El proceso de unificación monetaria se convierte así en algo encomiable -y puede que inevitablemente necesario-, pero que opera -a través de directivas cautelares o de mecanismos como el de paridades sobre realidades diversas, en origen, de cada país. Pretende, por medio de coordinaciones, la aplicación de políticas económicas convergentes sobre bases muchas veces divergentes. Es, de alguna forma, la aplicación de la tecnocracia sobre la ideología, una especie de racionalidad artificial. Algo así como, en lo político, la representación burocrática del Parlamento Europeo, según partidos, en su empeño imposible de influencia sobre las realidades políticas de cada país.

La Europa ampliada

Lo que antecede viene a cuento de lo que se anuncia como cruz y raya para la nueva Europa: la explosión de libertad de los países del Este. Un tránsito difícil que está suscitando declaraciones apasionadas como la del ministro checoslovaco Vaclav Klaus de que van en pos de una economía de mercado sin paliativos.

No podemos olvidar las raíces (le este jubiloso acontecimiento. Raíces de origen religioso salpicado de etnias y nacionalismos.

Dentro de esta complejidad de motivaciones se encuentra un caso, sin duda singular, como es el de la unificación alemana.

Por supuesto, tal evento, más claro, aún si cabe, después de las recientes elecciones generales; en Alemania Oriental, convertirá a la nueva Alemania en referencia obligada -como ya lo viene siendo- de las políticas económicas europeas, por mucho que se organice la unidad monetaria alrededor de instrumentos supranacionales.

Pero es que, además, Alemania irá adquiriendo un rango político de primer orden y posiblemente llegue a ser el pivote de una concepción pangermánica de la vida socio-económica de parte de Europa, tanto occidental como, sobre todo, oriental.

En el corto plazo, sin embargo, la. citada unificación producirá -está produciendo ya una serie de trastornos y tensiones a tener en cuenta, como ejemplo de la compleja transición de un sistema colectivo a uno de mercado, aun tratándose del caso alemán, probablemente el que presenta perfiles más nítidos de éxito.

En efecto, la hipótesis de una Alemania Oriental presionando sin más sobre un presupuesto casi exclusivamente Federal llevaría a situaciones de desequilibrios básicos poco congruentes con el espíritu de Bonn. Será difícil evitar que las aspiraciones de empleo, remuneración y hábitos de consumo de ambas facciones sean convergentes en el tiempo.

Y en este intervalo, la clave puede estar en sustituir un muro imaginario y económico de entrada en el Oeste por una decidida política inversora federal en Alemania Oriental que aproveche una oferta clara y relativamente eficaz de mano de obra, en búsqueda de productividad y ventajas competitivas. De cualquier modo, esta dinámica puede hacer virar la rigurosa política monetaria federal hacia signos más expansionistas, en cualquier acepción económica de este término.

En el extremo contrario de una unificación podrían situarse las posibles secesiones de ciertas Repúblicas de la URSS, algunas de ellas de alta significación económica. Tales desanexiones provocarían fuertes perturbaciones en la URSS, que incluso pudieran afectar a su devenir político, reconociendo que es materia muy compleja que escapa a cualquier pronóstico.

En cuanto a la consolidación de los demás antiguos países satélites, pudiera ser una oportunidad para regenerar Europa occidental, asumiendo ésta sus correspondientes riesgos. No parece que basten -ni que sean la receta adecuada- las ayudas económicas globales, sin destino preciso, procedentes de la propia CE o del Fondo Monetario Internacional (FMI) o similares. El tratamiento acaso implique actuar desde dentro -al estilo alemán indicado- con programas desarrollados entre países, o entre empresas y países. Con actuaciones individuales en el sentido de muy discriminadas y de joint ventures conjuntas con los estamentos autóctonos, actuaciones posiblemente orientadas según afinidades.

Una Europa de culturas

Lo que parece hoy fuera de duda es la apremiante apetencia del Este por los modos de vida occidentales, asumiendo las tesis de mercado, sin entrar de momento en el sentido más o menos puro, más o menos liberal de su aplicación. Ahora bien, es difícilmente imaginable pensar que tales naciones, que están saliendo de un estado de postración tan penoso y dilatado, no conserven su afirmación e identidad culturales. A la vista están los permanentes conflictos de minorías étnicas aun dentro de un estado de coexistencia y convivencia.

El sueño de Schumann de una Europa única en lo político y en lo cultural puede que se vaya diluyendo entre una pretensión de Europa-mercado único y una Europa-yuxtaposición de culturas. Hoy, Adenauer hubiera mirado seguramente más al Este que a París.

Podría pensarse que, en el tiempo, la apertura del Este sea el catalizador de una Europa de culturas y de pueblos. Lo germano, latino, eslavo, sajón, como contraste de lo ideológico-político. Cabría imaginarse una creciente Europa de los sentimientos. Una suerte de irracionalidad natural.

Y llegados a este punto, podría establecerse un balance de lo que se ha aportado al concepto de Europa en el pasado por parte de los ideólogos en relación con la contribución de los movimientos socio-culturales. Es posible que, desde el Tratado de Roma, Europa haya sido un proyecto económico muy tecnócrata en un espectro de ideologías de cada país en las que a su vez el sustrato económico particular ha sido un factor sustantivo.

En todo caso, no estaría de más reflexionar sobre una posible revisión de la unidad política europea o, al menos, su contemplación separada de la económica, a la luz de los aspectos geopolítícos que se puedan superponer en el proceso. Y desde luego, no sería ocioso preguntarse si lo que al final, final, se está planteando es una Europa civil de los ciudadanos e individuos frente a una Europa burocrática de los tecnócratas y de las ideologías.

Javier Gúrpide es presidente de Fundes-Club de los 90.

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