Editorial:

Desenlace anunciado

ERA PREVISIBLE. La investigación llevada a cabo por los fiscales jefes de Sevilla y Cádiz sobre las actividades de Juan Guerra no ha descubierto indicios de que fueran delictivas. Aun para el más lego en derecho, este resultado estaba más que cantado, por lo que no ha constituido una sorpresa la declaración del fiscal general del Estado, Leopoldo Torres, de que el caso Juan Guerra carece hasta ahora -faltan algunos flecos todavía por indagar- de relevancia penal. Y los menos sorprendidos de ello han debido ser los socialistas, que si a veces han dado muestras en su acción de gobierno de...

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ERA PREVISIBLE. La investigación llevada a cabo por los fiscales jefes de Sevilla y Cádiz sobre las actividades de Juan Guerra no ha descubierto indicios de que fueran delictivas. Aun para el más lego en derecho, este resultado estaba más que cantado, por lo que no ha constituido una sorpresa la declaración del fiscal general del Estado, Leopoldo Torres, de que el caso Juan Guerra carece hasta ahora -faltan algunos flecos todavía por indagar- de relevancia penal. Y los menos sorprendidos de ello han debido ser los socialistas, que si a veces han dado muestras en su acción de gobierno de tener escaso olfato jurídico, en esta ocasión lo han tenido a raudales y muy bien orientado.Las sutiles formas en que se desenvuelve el tráfico de influencias, el cuidado de quienes lo practican por no dejar huellas ni pruebas y su interés en cubrirse entre sí hacen difícilmente perseguible por la justicia este tipo de actividad, y más cuando su tipificación en el Código Pena¡ no está clara. Sólo algunas de sus manifestaciones -las que en forma de colaboración o por propia iniciativa tienen su origen en el ámbito de las administraciones públicas- podrían conectar con figuras delictivas del cohecho, la prevaricación o la malversación de caudales públicos.

La irrelevancia penal de la conducta de quienes en el ámbito privado se dedican a esta corrupta actividad está, hoy por hoy, prácticamente asegurada. Sabiendo esto, cuesta trabajo creer que no haya sido una maniobra de diversión -destinada a dotarse de argumentos a su favor ante la opinión pública y sobre todo a dar tiempo al tiempo- la decisión de los socialistas de situar el caso Juan Guerra exclusivamente en el campo de la justicia. Sin excluir que lo sea -y ya se ve cuán dificil es probar que la utilización de un despacho oficial por el ciudadano Juan Guerra en su calidad de asistente del vicepresidente del Gobierno y sus actividades de intermediación ante los organismos públicos vulneran las normas penales-, este caso se ubica ante todo y primordialmente en el campo de las responsabilidades políticas.

El presidente del Gobierno ha reiterado -su última manifestación al respecto se ha producido en el debate sobre la cuestión de confianza- que en ningún caso la responsabilidad que se atribuye al vice presidente en este asunto implica su dimisión o desti tución. Aceptar una dimisión o destituir a un miembro del Gabinete entra obviamente en el ámbito de las competencias del jefe del Gobierno, pero, en todo caso, debería explicitar qué tipo de responsabilidad conlleva el enriquecimiento súbito de un ciudadano particular bajo el paraguas del favor público y proce der cuanto antes a su clarificación. Porque si esta con ducta es penalmente irrelevante y no se le puede exigir responsabilidad de ningún otro tipo, el desenlace final de esta historia no puede ser otro que el de apuntalar todavía más en la vida pública española la filosofía del todo vale para enriquecerse. Aunque Juan Guerra no haya cometido delito alguno, no se concibe en una so ciedad democrática que actividades como las suyas queden políticamente impunes.

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