Editorial:

Basureros

LA DECISIÓN del Gobierno de la Generalitat de Cataluña de ubicar cinco basureros industriales y una planta incineradora de residuos ha provocado una auténtica sublevación popular -encabezada por los alcaldes, muchos de Convergencia i Unió- en las zonas afectadas. El Gobierno autónomo explicó que la elección de los emplazamientos respondía estrictamente a razones técnicas. De momento, la presión popular ha conseguido que el Gobierno catalán "deje en suspenso" la decisión sobre la ubicación de la planta incineradora. Aquí se ha producido un error. Si la decisión era escrupulosamente técnica, sin...

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LA DECISIÓN del Gobierno de la Generalitat de Cataluña de ubicar cinco basureros industriales y una planta incineradora de residuos ha provocado una auténtica sublevación popular -encabezada por los alcaldes, muchos de Convergencia i Unió- en las zonas afectadas. El Gobierno autónomo explicó que la elección de los emplazamientos respondía estrictamente a razones técnicas. De momento, la presión popular ha conseguido que el Gobierno catalán "deje en suspenso" la decisión sobre la ubicación de la planta incineradora. Aquí se ha producido un error. Si la decisión era escrupulosamente técnica, sin alternativas, debía ser inapelable aunque supusiera un previsible coste político. Que la movilización popular haya conseguido este triunfo reduce la convicción de que las decisiones respondían solamente a criterios objetivables (comunicaciones, sustratos geológicos ... ), y cualquier cambio en la opción inicial debilitará todavía más el discurso administrativo porque los nuevos damnificados podrán pensar razonablemente que sólo organizando una protesta espectacular van a poder salvarse de acoger este tipo de instalaciones.El Gobierno de Pujol sabía que administrar el estercolero industrial -como ubicar cárceles- es menos gratificante que repartir subvenciones. Lo dramático del caso es que el plan de residuos obedece a necesidades obvias que no han sabido transmitirse a la población. Cataluña (pero no sólo esta comunidad autónoma) está plagada de basureros clandestinos, mucho más nocivos que estas industrias de reciclamiento o almacenamiento. Es probable que una tábrica de juguetes de plástico o de productos químicos -como ocurre en Valladolid- sea más pestilente que una planta de residuos, pero se produce un inevitable contagio semántico entre la población. La basura es algo sucio y, por extensión, lo parece todo lo que tenga que ver con ella.

A esta imagen social se añade un sofisma por parte de las poblaciones afectadas: quien crea el residuo que apechugue con él. Un argumento que en el límite sólo podrían sostener con autoridad aquellos ciudadanos que despreciaran el uso y consumo de los objetos o servicios que produce esta industria apestosa. Con todo, es explicable que alguien pueda pensar así, porque la indulgencia ante los vertidos industriales ha, sido tan excesiva que ahora da la sensación de que el coste social de limpiar el país únicamente recae en cinco poblaciones. Las Administraciones públicas han tenido en este asunto una política presidida por las ideas de ahorro -en las instalaciones- y permisividad, que ahora dificulta el mensaje por muy inevitable que éste sea. El Gobierno catalán, con todo, debería explicar más claramente por qué debe ubicarse en las poblaciones elegidas, los cálculos sobre impactos ambientales y visuales, y si acude a la tecnología punta. Estos primeros balbuceos suyos, sin embargo, harán más difícil convencer a los pueblos aiectados de que no han sido escogidos por otra razón que su ubicación marginal en el ecosistema político y económico catalán.

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