Editorial:

Imprudencia culpable

LA CONDENA de tres cargos, uno gerencial y dos médicos, del hospital Príncipes de España de Bellvitge por haber inoculado el virus del SIDA a dos enfermos que recibieron transfusiones de sangre contaminada supone, más allá del carácter reprobatorio de tales conductas, un reconocimiento de las garantías que amparan a los usuarios del sistema sanitario. Y entre ellas, y no es la menor, la de ser acreedores a la debida reparación económica a cargo del sistema público sanitario por los daños sufridos en sus establecimientos. En este caso, el Instituto Catalán de la Salud -equivalente autonómico de...

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LA CONDENA de tres cargos, uno gerencial y dos médicos, del hospital Príncipes de España de Bellvitge por haber inoculado el virus del SIDA a dos enfermos que recibieron transfusiones de sangre contaminada supone, más allá del carácter reprobatorio de tales conductas, un reconocimiento de las garantías que amparan a los usuarios del sistema sanitario. Y entre ellas, y no es la menor, la de ser acreedores a la debida reparación económica a cargo del sistema público sanitario por los daños sufridos en sus establecimientos. En este caso, el Instituto Catalán de la Salud -equivalente autonómico del Insalud- ha sido condenado a abonar a cada uno de los enfermos contaminados 10 millones de pesetas, a los que deberán añadirse otros 15 en el supuesto de que desarrollen la enfermedad.El hospital incumplió la normativa de la Generalitat que obligaba a todos los bancos de sangre a aplicar las pruebas de detección del virus en las donaciones que se produjeran, y el tribunal ha considerado responsables a quienes ocupaban la cadena jerárquica de la que dependía el cumplimiento de la norma: el director gerente, el director médico y la directora del banco de sangre. La decisión era legalmente obligada, ,pues, como dijo el fiscal, José María Mena, "no puede ser que alguien entre en un hospital a curarse y salga con el SIDA". Y menos que, habiendo ocurrido, no suceda nada.

El caso tiene, además, un alto valor ejemplarizante: los argumentos burocráticos nunca pueden escudar una mala práctica sanitaria. La seguridad del paciente es un bien jurídico protegido por la ley y el responsable sanitario debe anteponerla siempre a cualquier otra consideración. Los pacientes tienen con demasiada frecuencia la sensación de que, cuando entran en un centro hospitalario, todo puede ocurrir. Que su complejo engranaje constituye un paraíso penal y civil impermeable a la acción de la justicia. Hay que decir en rigor que, aunque la inmensa mayoría de las veces el hospital cumple su función con corrección, esa no es una sensación gratuita. Por eso es tan importante que, cuando no sea así, la sociedad responda con todo el rigor de su sistema jurídico.

Toda práctica profesional entraña un riesgo de error, pero en este caso no se juzgaba la pericia de un facultativo en su práctica médica, sino la imprudencia de unos cargos que, sabiendo que podían inocular el virus del SIDA a los enfermos del hospital -siendo además los responsables de evitarlo, estando obligados a ello y pudiendo hacerlo-, no lo hicieron.

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Habrá quien considere desproporcionada la magnitud del daño con la exigua pena de unos meses de prisión y arresto. Lo importante, en cualquieÍcaso, es que se hayan juzgado los hechos y se hayan dictado unas condenas. La cuantía de éstas plantea, sin embargo, un problema de orden distinto, no por ello menos importante: el desfase de nuestro Código Penal, excesivamente individualista respecto de una sociedad en la que la protección de los bienes jurídicos, en este caso la salud, depende cada vez más de una concatenación de responsabilidades.

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