Tribuna:

Los avatares del sufragio universal

Ya en pleno despliegue del capitalismo industrial, durante la segunda mitad del siglo XIX, nada temían más los poderes sociales establecidos que el sufragio universal. La lógica parecía irrebatible: si los pobres son muchos más que los ricos y los intereses contrapuestos, conceder el voto a todos los ciudadanos supondría entregar el poder a la mayoría de desposeídos e ignorantes, que no lo serían tanto como para no exigir cambios radicales, encandilados por el discurso de los demagogos que suelen anidar en las clases sociales cultivadas.A lo largo de todo un siglo, el tema central ha sido la "...

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Ya en pleno despliegue del capitalismo industrial, durante la segunda mitad del siglo XIX, nada temían más los poderes sociales establecidos que el sufragio universal. La lógica parecía irrebatible: si los pobres son muchos más que los ricos y los intereses contrapuestos, conceder el voto a todos los ciudadanos supondría entregar el poder a la mayoría de desposeídos e ignorantes, que no lo serían tanto como para no exigir cambios radicales, encandilados por el discurso de los demagogos que suelen anidar en las clases sociales cultivadas.A lo largo de todo un siglo, el tema central ha sido la "contradicción" entre capitalismo y democracia. La libertad, igualdad y fraternidad que la burguesía proclamó en su momento revolucionario las reclaman unos intelectuales desclasados que se sienten portavoces de la nueva clase ascendente, el proletariado, conscientes de que estos valores básicos son incompatibles con el sistema capitalista de producción, que dividiría a la sociedad en clases antagónicas. El socialismo decimonónico, en sus diversas tendencias "autoritarias" y "libertarias", llega, sin embargo, a una y la misma conclusión: la realización de la democracia supone haber superado previamente al capitalismo como modo de producción y al Estado como instrumento de dominación.

Las clases dominantes estaban igualmente convencidas de la incompatibilidad del capitalismo con la democracia; de ahí que restringiesen el voto -el llamado "voto censatario"- a los que hubieran alcanzado un determinado nivel de renta. Aquellos que no lo hubiesen logrado mostraban su incapacidad para intervenir en la "cosa pública". Tan improcedente parecía dar el voto a los pobres como a las mujeres, los niños o los extranjeros.

Resulta apasionante seguir el entramado de contradicciones de espíritu tan liberal y fino como el de John Stuart Mill, convencido de que el capitalismo era el sistema más razonable de producción y la democracia el único orden político congruente con ciudadanos libres, siendo, sin embargo, incompatibles. Porque si de verdad mandasen los más pobres, que son siempre los más, no hay sistema económico que funcione. En sus Consideraciones sobre el gobierno representativo defiende un voto plural, que permita uno de calidad para empresarios, banqueros y comerciantes, con el fin de contrarrestar los disparates económicos que trataría de imponer la mayoría sin recursos. El drama del liberalismo decimonónico consiste en que, considerando a la economía capitalista la única racional, no podría contar nunca con el apoyo de las clases trabajadoras.

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Si consideramos el sufragio universal un factor constitutivo de la democracia, como lo son las libertades fundamentales o la división de poderes, la fecha en que se introdujo con continuidad hasta el presente -así esta fecha en España no sería 1933, sino 1977-, medida con una perspectiva histórica, sería bastante reciente en Europa, el continente con una historia política más combativa y originai.

Si nos limitamos a los países de la Comunidad, habría que distinguir tres grupos: aquellos países que, como Dinamarca (1915), Bélgica (1918) y Holanda (1919), cuentan ya con 70 años de sufragio universal; los que tienen mayor población, como Francia (1946), Italia (1946), Reino Unido (1948) y República Federal de Alemania (1949) [si no cuestionamos el período entre 1952 y 1968, en que la prohibición del partido comunista permitía votar a todos, pero no a todas las opciones], con 40 años, y, en fin, países con poco más o menos de 15 años de sufragio universal, como Grecia, Portugal y España.

Las diferencias son significativas, pero no descomunales.

Antes de infravalorar el derecho al voto, inclinándose por la abstención, habríaque reme-

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

Los avatares del sufragio universal

morar una larga historia de luchas por el sufragio universal. Las huelgas obreras reclamando el voto, así como el combate de las sufragistas, constituyen uno de los capítulos más dignos y menos recordados de nuestra común historia europea. El sufragio universal no fue en ningún caso una concesión gratuita de las clases dominantes, sino el resultado del duro batallar durante décadas del movimiento obrero y feminista, que no podemos echar en saco roto.Para sorpresa de tirios y troyanos, el capitalismo ha conseguido legitimarse, gracias a haber aceptado el sufragio universal. Hace unas pocas semanas, en el congreso de sociología de San Sebastián, mi admirado Juan Linz nos contaba sus esfuerzos veraniegos para convencer a los empresarios chilenos de que el mejor y posiblemente único medio de legitimar al capitalismo era jugar en serio a favor de la democracia. El capitalismo ha pasado de ser considerado incompatible con la democracia a presentarse como el único sistema económico compatible con ella.

¿Qué ha ocurrido para que se haya producido semejante giro? ¿Cómo se explica que un grupo social minoritario, el empresariado, logre imponer sus intereses e incluso conservar no pocos privilegios en un sistema político que se basa en el sufragio universal?

Preguntas de esta envergadura no admiten respuestas simples. Habría que contraponer, en primer lugar, qué se entendía por democracia en el siglo pasado -"gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo"- y qué se entiende hoy: elección de los gobernantes entre distintas opciones en lucha competitiva por el voto de la gente. Es obvio que esta comprensión schumpeteriana de la democracia reproduce en términos políticos la teoría económica de la competencia en el mercado; entendida así la democracia, no es que sea compatible, es que resulta consustancial con el capitalismo.

En segundo lugar, habría que replantear la tesis de "todo lo que conviene a la General Motors conviene a Estados Unidos", que es lo mismo que decir que los intereses de los empresarios coinciden con los de la mayoría. Cuanto más ganen las empresas y mayores sean sus privilegios, mejor para todos, porque más altos serán la inversión y el empleo.

En tercer lugar, habría que discutir la teoría weberiana de la "democracia de masas", con sus elementos caudillistas. Al final, no se debaten intereses ni programas, sino líderes con mayor o menor carisma.

La cuestión de la compatibilidad / incompatibilidad del capitalismo y la democracia también ha sido uno de los caballos de batalla del movimiento obrero. La socialdemocracia entiende que su mayor logro ha consistido en la integración política y social -la una no sirve sin la otra- de la clase obrera en una sociedad capitalista que, para hacerla posible, ha tenido que aceptar transformaciones importantes. El sufragio universal funciona porque previamente se ha erigido un poder obrero, organizado en el sindicato y en el partido que asume sus reivindicaciones sociales y las inserta en una amplia estrategia de progreso.

El leninismo, por un lado, y el anarquismo, por otro, han insistido en que los cambios efectuados no serían más que superficiales, de pura cosmética, sin calar lo más mínimo en la estructura de dominación clasista; si bien es cierto que, gracias a la explotación del mundo colonial y semicolonial -imperialismo-, habría sido posible satisfacer algunos reclamos de la clase obrera, repartiendo las migajas del gran festín entre los trabajadores. Si a ello se añade el control estricto de los aparatos ideológicos -educativos y de comunicación social-, la clase obrera, una vez perdida la conciencia de su propia identidad, se sentiría integrada, aunque no lo este. La política socialdemócrata, lejos de ser un avance hacia una sociedad más libre e igualitaria, habría quebrado el ímpetu revolucionario del movimiento obrero y lo habría convertido en un factor más de servidumbre. Capitalismo y democracia coexisten, porque el sistema habría conseguido enajenar a la clase obrera, sin orientación alguna.

En un momento en que se han desplomado los dos enemigos tradicionales de la socialdemocracia, el anarquismo y el leninismo, urge retomar esta vieja querella del movimiento obrero, seguro de que en ambas perviven argumentos válidos. ¿Qué significa el poder obrero como factor de transformación?; pero también ¿cuáles son los nuevos instrumentos y recursos de dominación de clase?

Me ha llamado la atención en la campaña electoral la apelación continua a la manipulación de la conciencia popular, introducida, para pasmo general, por la derecha. Ninguna idea queda descalificada por su origen, y vale la pena que nos preguntemos ¿cómo es posible que pueda repetir mayoría absoluta un Gobierno atento siernpre a los intereses de los empresarios y de espaldas a los de los trabajadores? El tema tiene tela marinera que cortar.

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