Tribuna:LAS INCERTIDUMBRES SOBRE EL CRECIMIENTO ECONÓMICO ESPAÑOL

La ideología alemana

El ejemplo de la política económica de la República Federal de Alemania fascina a algunos españoles, que no tienen en cuenta que las necesidades de ambos países son muy distintas, afirma el autor, quien considera que sería un error ralentizar el crecimiento del gasto público en España más allá de lo que permita la prudencia.

No se trata, como algún lector ilustrado ha podido sospechar por el título, de glosar la obra homónima del joven Marx, sino de reflexionar acerca de un fantasma que, con inevitables precipitados ideológicos, recorre últimamente España: la fascinación, no siempre con...

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El ejemplo de la política económica de la República Federal de Alemania fascina a algunos españoles, que no tienen en cuenta que las necesidades de ambos países son muy distintas, afirma el autor, quien considera que sería un error ralentizar el crecimiento del gasto público en España más allá de lo que permita la prudencia.

No se trata, como algún lector ilustrado ha podido sospechar por el título, de glosar la obra homónima del joven Marx, sino de reflexionar acerca de un fantasma que, con inevitables precipitados ideológicos, recorre últimamente España: la fascinación, no siempre consciente, por el cuadro y la política macroeconómica de la República Federal de Alemania (RFA). Aunque lógicamente uno y otra no constituyen patrimonio exclusivo de ese país, y pueden encontrarse en Europa ejemplos semejantes, la licencia simplificadora parece válida, dado el singular peso específico alemán en el contexto económico y político comunitario.Es evidente la calidad de los indicadores económicos de la RFA. El índice de precios al consumo ha crecido sólo cuatro puntos -datos de abril de este año- desde 1985. La balanza por cuenta corriente lleva múltiples años con superávit, lo que demuestra la envidiable competitividad del sistema productivo de la RFA. El déficit fiscal, medido en términos de necesidades de financiación de las Administraciones públicas, se mantiene en cifras nunca superiores al 2% del PIB durante los últimos cinco años, y la tendencia es incluso decreciente.

La tasa de paro se sitúa en torno al 6% de la población activa, y si bien es cierto que el PIB crece lentamente -2,3%, en 1986; 1,8%, en 1987, y 3,4%, en 1988- el ritmo parece suficiente para mantener el pulso de una economía inserta en una demografía en regresión.

Estas hazañas -exceptuando la cifra de crecimiento del PIB, explicable sólo en las condiciones alemanas- ha llevado a que desde determinados ámbitos se propugne una política económica semejante a la seguida en los últimos años por la RFA, rígidamente ortodoxa de acuerdo con el canon establecido por los organismos económicos multilaterales.

Esa política tendría como objetivos estratégicos prioritarios, a satisfacer a corto plazo, la reducción de la inflación a cifras irrelevantes, y la desaparición del déficit público. Lo demás se dará por añadidura, viene a decirse y desde luego a pensarse, aunque en algún caso -disminución significativa de la tasa de paro, por ejemplo- habría que esperar más tiempo para obtener resultados significativos.

Nadie va a negar la bondad abstracta de los objetivos precedentes, ya se satisfagan aquí o en Alemania, pero las consecuencias de una preferencia exorbitante acerca de los mismos y la índole de la política económica que suele propugnarse para alcanzarlos, sin apenas matices para condiciones diferentes, son distintas según se apliquen a uno u otro país.

Forzar la mano

El intento de forzar la mano en el ritmo de desaceleración de los precios en una economía con las rigideces estructurales de la española, sobre todo en el sector servicios -véase el comportamiento de la inflación subyacente durante los últimos años, y ésta no recoge todos los efectos alcistas achacables a la inflexibilidad del aparato productivo y distribuidor-, mediante actuaciones excesivas sobre las retribuciones salariales, el consumo privado y el gasto público, produciría unos costes económicos, sociales y políticos muy elevados.

Sin una política de oferta que actúe sobre los estrangulamientos existentes sector a sector, y mercado a mercado, de forma que los incrementos de eficiencia se conviertan en mayores niveles de competencia, no es fácil avanzar significativamente más en el control de la inflación, dado que la política monetaria parece haber agotado casi todas sus posibilidades al respecto.

Es necesario recordar, por otra parte, que el factor trabajo no es el único que entra a formar parte de la función de producción de las empresas, y su coste es en España todavía inferior aproximadamente en un 50% al existente en Alemania, con lo cual la tendencia a su incremento es inevitable, dada la creciente ósmosis entre los distintos mercados nacionales de productos y de factores.

Resumiendo, la RFA, y su caso es extrapolable a otros países europeos, que partía de una situación notoriamente aventajada respecto a España, lleva decenios con un elevado nivel de gasto público y altas tasas de incremento de la formación bruta de capital, que han permitido dotar al país de un alto nivel de infraestructuras -conviene recordar que las primeras autopistas alemanas son de los años treinta-; y el nivel de servicios sociales de que disfruta su población resulta envidiable. La competitividad del tejido empresarial e industrial alemán en el escenario económico mundial está fuera de dudas, atendiendo a cualquier indicador económico o técnico.

Nada parecido podemos presentar todavía por estos pagos, pese al esfuerzo realizado por el Gobierno socialista durante los últimos años. Nuestra red de infraestructuras -sería conveniente recordar que no se trata sólo de autopistas o tren de alta velocidad, como se presenta con frecuencia- acusa un retraso de decenios; el nivel de los servicios públicos esenciales necesita mejorar; y en cuanto a la capacidad competitiva de la industria nacional, basta con recordar que no disponemos de nada equiparable a Daimler Beriz, Volkswagen o Siemens.

Acelerar el crecimiento

No se pretende afirmar, por supuesto, que el futuro y la competitividad de todos los sectores productivos pasan inevitablemente por la gran dimensión, aunque resulta obvio que para aspirar a codearse con los grandes hay que disponer de empresas representativas en todos los niveles de la pirámide.

En estas condiciones, y ante el reto que plantea el Mercado Único Europeo de 1992, ralentizar el crecimiento del gasto público más allá de lo que aconseje una mínima prudencia sería un error, a lo peor, de esos que suelen calificarse de "históricos". No se trata de frenar, sino de acelerar, para poner los servicios sociales, las infraestructuras -no sólo las del transporte- y nuestro aparato productivo a la altura del reto que se avecina.

Los primeros favorecidos por este esfuerzo, además del país en su conjunto, serían quienes siendo beneficiarios actualmente de cuantiosos gastos fiscales, de dudosa eficacia en demasiadas ocasiones, y defensores a ultranza del gasto o la ayuda pública individualizada a su empresa o lobby patronal, o profesional, claman desde la derecha económica y política contra el gasto público y, en línea con su ancestro conservador, manifiestan un hipócrita temor al déficit, que con sus peticiones muchas veces desmedidas y la escasa conciencia fiscal contribuyen a aumentar.

El gasto público en Francia, Bélgica, Dinamarca, Holanda e Italia supera el 50% del PIB, cifra todavía muy superior a la española. La presión fiscal, incluyendo cotizaciones de trabajadores y patronos a la Seguridad Social, ha sido del 35,9% del PIB durante 1986 en España, frente al 44,7% de Alemania; o el 58%, 54,8%, 47,1% y 41,9% de Dinamarca, Holanda, Francia y el Reino Unido, respectivamente. Por último, la cifra actual del déficit público español, 3% del PIB en 1988, no puede considerarse excesiva, teniendo en cuenta el retraso acumulado y las urgencias existentes con vistas a 1992.

En definitiva existen holguras, desde el punto de vista fiscal y financiero, para que el gasto público se incremente en España significativamente en términos de PIB durante los próximos años, con la debida prudencia en cuanto al ritmo de crecimiento.

España ha llegado después que otros a las puertas de la civilización industrial avanzada, pero no ha llegado tarde si se acierta en el rumbo. Todos los observadores imparciales coinciden en valorar el extraordinario potencial de crecimiento de nuestra economía y el razonable equilibrio entre población y recursos productivos que la caracteriza. Un prerrequisito necesario para que esas posibilidades se realicen en toda su amplitud es desarrollar una política económica autónoma que, sin dejar de aprender de la experiencia ajena, no interpole actuaciones válidas en otras circunstancias y/o para otros países.

Julián Arévalo es subscretario del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.

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