Crítica:CINE

Nace un gran actor

Hay que acudir a una paradoja para llamar la atención sobre esta película: no es gran cine; sus imágenes, aunque son magníficas, no remontan el vuelo por encima de la prodigiosa obra que representan (una de las más hermosas del teatro contemporáneo), pero hay que verlas. Mitad teatro y mitad cine, ambas mitades están ensambladas en un delicado equilibrio, que no deja lugar para lo híbrido. El espectáculo que ofrecen es conmovedor e inteligente, una auténtica y afinada caricia al buen gusto.Paul Newman realiza un trabajo en el que deposita toda su dilatada experiencia de la escena. Lo hace con...

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Hay que acudir a una paradoja para llamar la atención sobre esta película: no es gran cine; sus imágenes, aunque son magníficas, no remontan el vuelo por encima de la prodigiosa obra que representan (una de las más hermosas del teatro contemporáneo), pero hay que verlas. Mitad teatro y mitad cine, ambas mitades están ensambladas en un delicado equilibrio, que no deja lugar para lo híbrido. El espectáculo que ofrecen es conmovedor e inteligente, una auténtica y afinada caricia al buen gusto.Paul Newman realiza un trabajo en el que deposita toda su dilatada experiencia de la escena. Lo hace con amor, y esto se nota en el resultado, donde la más escrupulosa fidelidad, casi reverencia, a Tennessee Williams se mezcla sin forzamiento, elegantemente, con el mimo a lo esencial del filme, que son los actores, de los que Newman extrae composiciones exactas y llenas de instantes maravillosos, en especial de John Malkovich y Karen Allen, pues Joanne Woodward está algo pasada de gesto y no cierra con perfección el reparto, que completa el buen James Naughton.

El zoo de cristal

Dirección: Paul Newman. Guión: la obra teatral de Tennessee Williams, adaptada para el cine por Mary Bailey. Fotografía: Michael Ballhaus. Música: Henry Mancini. Estados Unidos, 1987. Intérpretes: Joanne Woodward, Karen Allen, John Malkovich y James Naughton. Estrenc en Madrid: cine Renoir (en versión original subtitulada).

Newman, actor, es un excepcional director de actores (recuérdese Rachel, Rachel y sobre todo Los efectos de los rayos gamma sobre las margaritas), y su trabajo detrás de la cámara tiene ese tono indefinible y glorioso de quienes saben qué es estar delante de ella. Y así contemplamos a Karen Allen, famosa por su contribución a los mamporros de Harrison Ford en Indiana Jones, haciendo todo lo contrario con igual o mayor poder de convicción; y al aquí casi debutante John Malkovich, el cínico y despiadado seductor de Las amistades peligrosas, dar vida a un hombre errante inundado por la melancolía, embarcado en un desgarrador viaje introspectivo al fondo de sí mismo, lleno de una ternura que transmite poco a poco, imperceptiblemente, envolviendo a sus interlocutores -nosotros- en el humo de su memoria dolorida de las cosas muertas.

Estamos ante un actor, todavía joven, que logra la perfeción en dos complejísimos personajes antípodas. ¿No estaremos por ello ante un monstruo de la pantalla, uno de esos intérpretes que, como Brando, Tracy, Grant, Gabin o Fernán-Gómez, la llenan con su presencia y la vacían cuando salen de ella? Sólo por contemplar el dúo Allen-Malkovich y abrir los ojos ante la maestría del último merece la pena ver este filme, no excepcional, pero que nos ayuda a vivir, al dar vida a una cumbre del teatro.

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