Crítica:

El Morfeo japonés

Los malos hábitos traicionaron a algunos. Cómodos sillones, ambiente selecto, suaves luces, y, sobre todo, un sonido perfecto, fueron más de lo que un cuerpo acostumbrado a ser maltratado en cada concierto pop o rock puede soportar. Así, varios cientos de los asistentes a la cita madrileña con Kitaro cayeron dulcemente en brazos de Morfeo -lo que se vio sin duda favorecido por la hora y cuarto de retraso, casi eran las doce menos cuarto cuando el músico salió a escena, debido a que el escenario estuvo ocupado hasta última hora en otras actividades-, con el místico músico japonés ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Los malos hábitos traicionaron a algunos. Cómodos sillones, ambiente selecto, suaves luces, y, sobre todo, un sonido perfecto, fueron más de lo que un cuerpo acostumbrado a ser maltratado en cada concierto pop o rock puede soportar. Así, varios cientos de los asistentes a la cita madrileña con Kitaro cayeron dulcemente en brazos de Morfeo -lo que se vio sin duda favorecido por la hora y cuarto de retraso, casi eran las doce menos cuarto cuando el músico salió a escena, debido a que el escenario estuvo ocupado hasta última hora en otras actividades-, con el místico músico japonés y sus sonidos ejerciendo los papeles de ama de cría y de nana.Y en este caso no es algo criticable, sino todo lo contrario. La música de Kitaro, cuadros soñoros, como él mismo la define, no busca el apasionamierito físico, sino la relajación. Su modo de vida sintoísta se ve reflejado en sus discos y sobre el escenario en maravillosas melodías, llenas de dulzura y sentimiento, en las que el artista se ve irimerso de una forma harto contagiosa, hasta el punto de que se agradece enormemente la construcción de la actuación, en la que los temas se suceden unos a otros sin apenas pausa, dando un sentido global perfectamente armonizado, en el que Kitaro no olvida incluir momentos de mayor vibración y alegría sonora.

Kitaro

Kitaro. Auditorio Nacional. Madrid, 23 de febrero.

La tremenda ovación del final del concierto vino a reflejar fielmente el grado de aceptación de este músico, teóricamente minoritario, pero con capacidad de agotar las entradas en dos días. Fue un buen final que borró el desagradable retraso de hora y cuarto, y los soeces gritos con que algunos maleducados recibieron al artista, en la ignorancia de su no responsabilidad en el suceso.

Kitaro dio una lección de cómo transmitir sonidos tan poco proclives al directo. Su mimetismo con lo oído y la conseguidísima armonía lograda entre todos los instrumentistas -mención especial para el violinista Stephen Kindler- rindieron homenaje adecuado a unos planteamientos despreciados por muchos, pero que indudablemente tienen su momento. Quedarse amodorrado a los sones de Kitaro es un lujo, un placer, nada que ver con el trance por hastío, por aburrimiento. Nanny Gray habría palidecido de envidia ante la maestría de este menudo japonés.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En