Editorial:

El escudo imposible

NUNCA EN la historia de la humanidad un escudo ha garantizado la defensa total. A cada arma defensiva, el ingenio humano ha opuesto siempre otros artilugios más perfectos y mortíferos, en una carrera que tiene pocas trazas de detenerse algún día. Hace seis años, sin embargo, el presidente Reagan creyó encontrar el bálsamo de Fierabrás capaz de inmunizar a su país contra todo ataque nuclear: la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), inmediatamente bautizada popularmente como guerra de las galaxias. El mundo se debatió entre el asombro y la incredulidad, mientras que reputados es...

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NUNCA EN la historia de la humanidad un escudo ha garantizado la defensa total. A cada arma defensiva, el ingenio humano ha opuesto siempre otros artilugios más perfectos y mortíferos, en una carrera que tiene pocas trazas de detenerse algún día. Hace seis años, sin embargo, el presidente Reagan creyó encontrar el bálsamo de Fierabrás capaz de inmunizar a su país contra todo ataque nuclear: la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), inmediatamente bautizada popularmente como guerra de las galaxias. El mundo se debatió entre el asombro y la incredulidad, mientras que reputados estudiosos manifestaron pronto su escepticismo.Con su propuesta, Reagan quiso ponerle un tejado espacial al mundo libre, lo que The New York Times llama irónicamente "el paraguas de]. emperador", una maraña de sistemas de interceptación colocada en el espacio que -cuando estuviera terminada- hiciera imposible la penetración de: los misiles nucleares enemigos y se convirtiera así en la más perfecta de las defensas. No se trataba de eliminar misiles y cabezas atómicas; se trataba de hacerlos anticuados por ineficaces. Claro que el plan no era muy seguro, porque en la mayor parte de sus formulaciones y proyectos los investigadores, científicos y técnicos avanzaban a tientas, sin saber muy bien en qué gastar los 20.000 millones de dólares de inversiones previstas entre 1983 y 1990. Pero fue lo suficientemente persuasivo como para provocar un efecto inesperado: el miedo de la URSS. Es más que probable que este sentimiento haya contribuido en no escasa medida al éxito posterior de: las conversaciones de desarme entre ambas superpotencias. Si la IDE tenía éxito, anulaba de golpe el valor disuasorio del costosísimo armamento nuclear de la URSS. Incluso considerando lo improbable del plan, obligaba a la Unión Soviética a empezar a invertir nuevas e ingentes cantidades de dinero en una investigación paralela. Un mal negocio. Desde 1983, el Gobierno de Moscú incorporó a sus cada vez más importantes ofertas de desarme atómico la exigencia de que Washington no prosiguiera con su guerra de las galaxias. Podía haberse ahorrado el disgusto porque, ahora que el camino del desarme parece encarrilado para mucho tiempo, han sido los mismos norteamericanos los que han comprendido su inutilidad. En las primeras sesiones habidas en el Senado estadounidense para la confirmación de John Tower como secretario de Defensa, el candi dato, con envidiable franqueza, dio un golpe de gracia a la IDE al asegurar que le parecía un proyecto "simplemente impracticable".

Detrás quedan años de incongruencia y riesgo. Por una parte, el sueño de Reagan contradecía específicamente al tratado ABM, firmado con la URSS en 1972, en virtud del cual se limitaban los sistemas antibalísticos de ambas partes. Por otra, la IDE se basaba en la noción de que una de las potencias nucleares disponía de un instrumento que le permitía estar al abrigo de contraataques del adversario -lo que no podía sino estimular su tentación de atacar-, mientras que la otra no lo tenía -lo que podía estimular su tentación de atacar antes de que el rival pudiera protegerse-. Incentivos belicistas que hoy, afortunadamente, se han convertido en futuribles.

Depende de cómo se mire, claro está. Porque hace ya un aflo, el senador Nunn, que tanto había luchado contra la IDE, propuso un minisistema alternativo, una guerra de las galaxias instalada en tierra. El nuevo sistema, menos pretencioso que el anterior, sólo serviría para robustecer la disuasión contra ataques nucleares enemigos o para repeler ataques por error, con un coste aproximado de 80.000 millones de dólares. El presidente Bush podría sentirse tentado de llevar a la práctica esta nueva mini-IDE, más accesible científicamente y más barata. E igualmente peligrosa para la salvaguardia de la paz. Lejos de aceptar que la visión pacífica de los líderes de las superpotencias ha llevado al mundo a su actual estado de buena voluntad, volveríamos a colocar las relaciones internacionales sobre la base de una desconfianza cuando menos excesiva.

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