Editorial:

Una rebelión que no cesa

LA DEMOCRACIA argentina ha hecho frente a una rebelión militar que es, en la práctica, continuación de las que se produjeron en Campo de Mayo en la Semana Santa de 1987 y en Monte Caseros en enero pasado. Con una diferencia: esta vez no la encabezaba una figura relativamente secundaria, como el[ teniente coronel Aldo Rico, sino el coronel Seineldín, que ha sido desde el principio el verdadero jefe del movimiento. Este militar de convicciones ultrarreaccionarias se ha lanzado a una empresa criminal, cegado por un fanatismo y una obcecación propia de seres irracionales, incapaces de comprender l...

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LA DEMOCRACIA argentina ha hecho frente a una rebelión militar que es, en la práctica, continuación de las que se produjeron en Campo de Mayo en la Semana Santa de 1987 y en Monte Caseros en enero pasado. Con una diferencia: esta vez no la encabezaba una figura relativamente secundaria, como el[ teniente coronel Aldo Rico, sino el coronel Seineldín, que ha sido desde el principio el verdadero jefe del movimiento. Este militar de convicciones ultrarreaccionarias se ha lanzado a una empresa criminal, cegado por un fanatismo y una obcecación propia de seres irracionales, incapaces de comprender la nueva realidad de la Argentina de hoy.El objetivo de Seineldín y de sus seguidores es que los poderes de la República -violando lo decidido por el pueblo y sus mandatarios- reivindiquen como una acción honorable la espantosa guerra sucia llevada a cabo durante la dictadura. Y que, en consecuencia, se promulgue la amnistía por todos esos crímenes. En las rebeliones anteriores, el presidente Alfonsín tuvo la posibilidad de lograr el cese de los levantamientos -si bien sólo de modo provisional, como los hechos ulteriores han demostrado- adoptando dos leyes que, en cierta medida, daban satisfacción al deseo de los militares de que cesasen las acciones judiciales tendentes a esclarecer y sancionar los crímenes de la etapa dictatorial.

La ley de punto final y, después de la rebelión de Semana Santa de 1987, la ley de obediencia debida -aceptadas con dificultad por la conciencia democrática argentina, ya que garantizaban la impunidad por hechos odiosos- permitieron concentrar las penas en los altos jefes, sin duda los máximos responsables, eximiendo a los mandos inferiores con el argumento de que todo militar está obligado a obedecer a su superior.

Pero en el caso presente ya no se vislumbraba un terreno de posible repliegue. Es más, lo que salta a la luz es la posición absolutamente incongruente en que se colocaron los militares sublevados: no pocos de éstos, empezando por el propio coronel Seincidín, se han acogido a la ley de obediencia debida para negarse a responder por los delitos que presumiblemente han cometido durante la guerra sucia. Pero después de haberse amparado en el principio de obediencia, como algo consustancial a su condición de militares, lo violan al negarse a obedecer al jefe supremo de las fuerzas armadas, el propio Alfonsín.

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Una democracia no puede vivir a expensas de un poder militar que no se siente obligado a obedecer a las autoridades elegidas por el pueblo. Eso es lo que hoy se discute. Dentro del estamento militar -a causa de una concepción patológica de la solidaridad corporativa-, las demandas de los rebeldes encuentran cierto apoyo, lo que crea grandes dificultades para que tengan eficacia las medidas dictadas por el Gobierno. Pero en la ciudadanía, el repudio a los rebeldes es absoluto. Nunca se ha producido en Argentina una unidad tan completa de los partidos políticos y de todos los sectores sociales como la que se afirma contra la rebelión. La CGT, central única de los trabajadores, ha llamado a una huelga general para hoy, que debe atestiguar una voluntad unánime de apoyo a la democracia.

Vivimos momentos en los que la solidaridad con el Gobierno argentino es un imperativo para todos los demócratas del mundo, y de un modo particular para los españoles. Numerosos Gobiernos, incluido el de EE UU, han expresado de modo inmediato su apoyo al presidente Alfonsín. Todo ello confirma que la acción de los rebeldes era una aventura que no respondía a ningún proyecto racional. Lo único que podía provocar es derramamientos de sangre, agregando nuevos horrores a la lista, no corta, de los graves delitos cometidos por los militares contra los intereses de la nación argentina. En todo caso, el Gobierno español debe adoptar las medidas más apropiadas para lograr que la Comunidad Europea exprese de forma eficaz su plena solidaridad con la democracia argentina.

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