Tribuna:

Más que un cambio de festividad

En un país como el nuestro, que vive cambios acelerados y en el que el Gobierno debe afrontar cada día problemas de gran trascendencia, puede parecer que la decisión de éste de variar el calendario de fiestas, pasando la de la Inmaculada del 5 al 8 de diciembre, es una simple anécdota. Sin embargo, hay anécdotas que por el momento o la forma en que se producen -o por ambas cosas a la vez- adquieren una significación que va mucho más allá de su contenido estricto, y ésta es una de ellas.La verdad es que, se mire como se mire, cuesta muchísimo entender por qué el Gobierno ha abandonado tan fácil...

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En un país como el nuestro, que vive cambios acelerados y en el que el Gobierno debe afrontar cada día problemas de gran trascendencia, puede parecer que la decisión de éste de variar el calendario de fiestas, pasando la de la Inmaculada del 5 al 8 de diciembre, es una simple anécdota. Sin embargo, hay anécdotas que por el momento o la forma en que se producen -o por ambas cosas a la vez- adquieren una significación que va mucho más allá de su contenido estricto, y ésta es una de ellas.La verdad es que, se mire como se mire, cuesta muchísimo entender por qué el Gobierno ha abandonado tan fácilmente una decisión perfectamente razonable desde el punto de vista de los intereses generales del país. Es posible que e Gobierno haya pensado que no valía la pena plantear una batalla en este tema cuando hay tantas cuestiones más importantes, que el coste de enfrentarse a la presión de la jerarquía de la Iglesia podía resultar demasiado elevado para lo que estaba en juego y que, además, corría el peligro de quedarse solo frente a los que presionaban. Pero creo que con ello ha subvalorado la fuerza de su propia posición, que en este caso conectaba con una opinión pública cada vez más laica y menos receptiva ante las ofensivas de las ortodoxias. Las cosas han ido como han ido, pero lo cierto es que sus implicaciones son muy serias.

A mi entender, la más importante es que a los ojos de muchísima gente lo ocurrido confirma la impresión de que aquí las decisiones políticas se toman en función de las presiones que recibe el Gobierno. Aunque sea una simplificación de la realidad, lo que la mayoría de los ciudadanos percibe -y esto es lo que cuenta- es que ha bastado que la Iglesia católica haya lanzado una campaña de recogida de firmas y que un sector de la patronal la haya secundado para que el Gobierno se haya echado atrás y haya variado una decisión plenamente legal que le había comprometido ante todos los ciudadanos del país, católicos o no católicos, trabajadores o empresarios.

En una sociedad tan poco articulada como la nuestra, en la que los partidos políticos y los sindicatos no son lo fuertes que deberían ser y las organizaciones sociales tienen escasa capacidad para aglutinar grandes colectivos, este tipo de lecciones cunden con mucha rapidez. Y la lección más importante es que todo parece indicar que para obtener algo hay que presionar y que los más fuertes consiguen en seguida lo que quieren y los más débiles no. O dicho de otra manera, que unos presionan desde la legalidad de los despachos porque son fuertes, y otros, porque son débiles, tienen que presionar con más dureza para que se les oiga. Si esto es lo que queda, si la lección que se saca es que ésta es la lógica profunda del sistema, habremos dado un paso atrás en el necesario fortalecimiento de los mecanismos de negociación y de concertación, absolutamente indispensables para la estabilidad de una democracia como la nuestra. Y mucho me temo que esto es lo que va a ocurrir.

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Pero no terminan aquí las consecuencias. El episodio ha hecho reaparecer en la vida política española el fantasma de la confesionalidad. Hace 10 años, cuando se elaboró la Constitución, todas las fuerzas políticas procedieron con extrema prudencia para evitar la reaparición de los conflictos religiosos que habían envenenado tantos y tantos períodos de nuestra historia. Y aunque la jerarquía de la Iglesia ha desarrollado importantes acciones de presión en el tema clave de la enseñanza durante el período constituyente, y después también, ella actuó con prudencia en lo fundamental. Pero en el caso actual se ha organizado una campaña de presión para imponer al Gobierno de un Estado no confesional una decisión justificada por motivos confesionales. Nadie discute a la Iglesia católica y a los fieles el derecho a celebrar libremente las festividades propias de su liturgia. Pero nadie tiene derecho a dictar al Estado sus propias decisiones sobre las festividades oficiales en nombre de esa y otras liturgias. Es cierto que nuestro país se mueve a caballo entre el pasado y el futuro y que tantos años y siglos de confesionalidad del Estado no se superan así como así. Nuestra sociedad es suficientemente madura para comprender esto y para ser paciente ante las muchas inercias que todavía arrastramos. Pero campañas como ésta, y, sobre todo, la facilidad con que ha triunfado, pueden reavivar pasiones que se habían calmado y convertir la paciencia de muchos en indignación de muchos más, con la consiguiente reaparición de conflictos que parecían definitivamente enterrados y que la inmensa mayoría de los ciudadanos no desea revivir.

Más todavía. El conflicto sobre esta festividad tiende a convertirse, implícita o explícitamente, en un conflicto entre dos festividades: la de la Inmaculada y la de la Constitución. Cuando se nos dice que la de la Inmaculada no se puede tocar y que si se quiere racionalizar el calendario laboral que se cambie la de la Constitución, lo que se está diciendo es que una no se puede modificar porque es muy importante y la otra sí porque es secundaria. Y aquí sí que nos jugamos muchas cosas. No sé si en nuestro país sobran o faltan fiestas, pero si una de ellas está justificada y debe celebrarse con los máximos honores es la de la Constitución, porque es la que simboliza la nueva legitimidad democrática, la legitimidad de un Estado no confesional que reconoce y garantiza las libertades de todos los ciudadanos, entre ellas la libertad religiosa, y en el que han de convivir sin discriminaciones ni privilegios laicos y religiosos, creyentes y no creyentes. Es, por definición, la fiesta de todos, no la de un sector, laico o confesional.

La decisión del Gobierno está ahí, pero creo que con ella se ha perdido una buena oportunidad para resolver el problema con un mínimo de racionalidad y de cordura. En los próximos años esto será mucho más difícil, porque a poco que nos descuidemos los que han obtenido ahora esta victoria tan fácil nos pueden volver a meter en querellas sobre la confesionalidad del Estado y de la sociedad. Y no parece que a estas alturas del siglo XX sea éste el principal problema del país ni el que más puede contribuir a facilitar la solución de los verdaderamente importantes.

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